La Escritura nació en Cantabria, más de 30.000 años ANTES que

en Mesopotamia

(Jorge Mª Ribero-Meneses)

 

La primera palabra conocida, grabada sobre piedra en la Cueva del Castillo,

tiene 38.500 años de antigüedad

 

ÍNDICE:

 

1.       Introducción.

2.      La Filología tiene la clave de nuestro pasado.

3.      Las primeras evidencias de pensamiento simbólico.

4.      Oca, primer lugar poblado de Iberia.

5.      El origen del nombre de Kantabria.

6.      El nombre de Puente Biesgo y la cuna de los Baskos.

7.      El homo sapiens u hombre occidental.

8.      Un enclave arqueológico único en el mundo.

9.      Una piedra de Roseta paleolítica.

10.  El Alfa” y el “Omega”.

11.    Una “A” con 38.500 años.

12.   La primera sílaba del lenguaje.

13.   El dios Jano.

14.   La cuna de la Civilización.

15.   Desde hoy, la Historia empieza en Puente Biesgo.

 

Los “descubridores” de Europa. (Historia del descubrimiento de la escritura).

16.   Introducción.

17.   La senda hacia el descubrimiento del origen del habla.

18.   Antecedentes en el descubrimiento de la escritura.

a.      Julio Cejador.

b.      Waldemar Fenn

c.      El origen cantábrico de la palabra escritura.

d.      Los verdaderos padres de Europa.

 

 

 

Introducción.          Inicio

 

El desdén con que los arqueólogos excavadores contemplan a la Filología y la ausencia de filólogos dignos de tal nombre en las excavaciones arqueológicas, son los principales responsables de que uno de los más cruciales hallazgos de la historia de la Arqueología, haya pasado absolutamente inadvertido para las personas que lo han realizado. Y así habría permanecido, inédito y encuadrado en el más espléndido de los olvidos, si la edición española de la revista norteamericana National Geographic no hubiera tenido el acierto de publicar recientemente un extenso y espléndido reportaje consagrado a uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del mundo; el más importante, sin la menor duda, a la hora de documentar la presencia de nuestro verdadero antepasado directo, el hombre inteligente o sapiens. Y me estoy refiriendo, naturalmente, al impresionante Monte Castillo de la localidad cántabra de Puente Biesgo (que no Viesgo).

 

Mérito, pues, de National Geographic porque en ese número especial sobre La evolución del hombre en el que tantas y tan sobresalientes referencias se hacen al papel desempeñado por la Península Ibérica -y, muy particularmente, por el Norte de España- en el nacimiento de la Civilización, he ido a descubrir algo que la Ciencia viene persiguiendo, en vano, desde hace más de un siglo: la prueba concluyente de que la civilización cantábrica -conviene recordarlo una vez más, la más antigua del planeta- no sólo era capaz de ejecutar pinturas y grabados prodigiosos, sino que su desarrolladísima y completísima cultura fue la artífice, al propio tiempo, de la invención de la escritura. Una invención que el más elemental sentido común advierte que hubo de materializarse en el mismo contexto geográfico en que se concentran maravillas tales como los bisontes de Altamira o los exquisitos grabados de Hornos de la Peña, ambos en torno al mismo macizo de Dobra en el que se integra el Monte Castillo.

 

El azar puso en mis manos, en efecto, un ejemplar de ese número especial de National Geographic que me ha permitido demostrar, al fin, la paternidad cantábrica de la escritura. El mismo azar que me llevase a Madrid el día 19 de Marzo de este año 2004 y que, tras obsequiarme con una jornada deliciosa como celebración del Día del Padre, me hiciese acercarme al kiosko de la estación en la que íbamos a embarcarnos de regreso a Segovia, en busca de algo completamente diferente de lo que encontré. Sí, en aquel destartalado kiosko fui a toparme con ese excepcional monográfico, en castellano, de National Geographic que, obvio es decirlo, no dudé ni un instante en adquirir. En adquirir, que no en leer, porque mi habitual desbordamiento de trabajo y lecturas no iba a permitirme profundizar en su estudio hasta casi tres meses más tarde... y al hilo, nuevamente, de una visita a Madrid. Porque, por un curioso guiño del destino y a escasas horas de haber constituido, también en Madrid, la Fundación de Occidente a la que he legado toda mi obra y mis bienes, no iba a ser hasta el sábado 19 de Junio que me ocupase de estudiar las páginas dedicadas al Monte Castillo, descubriendo atónito en ellas lo que de la forma más pormenorizada posible paso a comentar en las páginas que siguen.

 

¿Cómo es posible que la fotografía que me ha permitido hacer este descubrimiento, publicada desde hace meses en una revista tan masivamente difundida como la mencionada, haya pasado inadvertida para todas las decenas de miles de personas que la habrán contemplado en todo el mundo? Dicen que la veteranía es un grado y supongo que de algo tiene que valerme el hecho de estar viviendo, desde hace veinte años, exclusiva y exhaustivamente consagrado a descifrar el primer lenguaje de la Humanidad. De algo tiene que servirme, igualmente, el hecho de haber sido el primer historiador que ya en el año 1984 supo comprender que la Humanidad racional había tenido su cuna a orillas del Cantábrico. Una tesis que la Genética, la Filología y la Arqueología no cesan de corroborar año tras año, de forma cada vez más amplia, minuciosa y abrumadora. Algo comentaré, sobre este particular, en estas mismas páginas.

 

 

La Filología tiene la clave de nuestro pasado          Inicio

 

No he sido el primer filólogo que ha sostenido que la Filología es la única disciplina arqueológica capaz de esclarecer buena parte, si no la totalidad de los enigmas que existen en relación con los orígenes de nuestra especie; orígenes que yacen hoy, enterrados bajo metros de sedimentos, a la espera de que los hombres decidan exhumarlos. Nada de cuanto produjo o nos legó la Humanidad primitiva se halla, pues, a la vista de todos, requiriéndose de la labor continuada de decenas de generaciones, para que sólo una milésima parte de nuestro inapreciable patrimonio enterrado llegue a ser conocido y estudiado. Un lapso de tiempo demasiado largo para quienes, conscientes de todos los males que acarrea a la Humanidad el hecho de desconocer su verdadera ascendencia -que, por supuestísimo, no es africana-, ardemos en deseos de descifrar, para siempre, el que se ha revelado como el más recalcitrante de todos los misterios que ensombrecen la memoria de la Humanidad.

 

Nada de cuanto nos ha legado la Humanidad primitiva se encuentra a la vista de todos..., excepto tres cosas: a) el paisaje que nuestros antepasados contribuyeron a configurar y cuya interpretación resulta posible aunque extraordinariamente compleja; b) la sangre que de aquellos remotos seres hemos heredado y cuyos secretos estamos empezando a desentrañar merced a los reveladores estudios del ADN; y c) el lenguaje que aquellos primeros seres humanos modelaron a lo largo de su dilatadísima historia y que sigue estando presente en el habla de todos los habitantes del planeta. Porque las palabras son las únicas que no mueren jamás y que, aunque degradadas en mayor o menor medida, constituyen un vínculo imperecedero que nos permite poder retrotraernos hasta los más remotos estadios de la evolución humana, descubriendo además, a través de ellas, la manera de pensar y de sentir de los hombres y mujeres que vivieron hace centenares de miles, si no millones de años.

 

Los seres humanos no hemos dejado jamás de hablar, ni tampoco hemos abierto un paréntesis en nuestra necesidad de comunicarnos mediante palabras, ya sea para adoptar otra lengua ya para inventar una nueva. Jamás hemos dejado de hablar, por lo mismo que tampoco hemos abjurado de nuestra responsabilidad a la hora de legar a nuestros descendientes la lengua que, a su vez, nos legaron nuestros mayores.

 

Me enorgullece ser el filólogo que ha tenido el privilegio de descubrir que el lenguaje es mucho más que un mero código de comunicación entre los seres humanos. Porque, por asombroso que pueda resultarnos, lo que conocemos como lenguaje resulta ser la memoria de la Humanidad. O, para decirlo de manera mucho más precisa, el archivo histórico de nuestra especie. En las palabras está todo... En las palabras está cuanto nuestros más remotos ancestros pensaron y fabularon... En las palabras está cuanto nuestros antecesores creyeron, cuanto nuestros antepasados reverenciaron...Y, lo que es más importante, siguiendo el proceso retrospectivo de configuración de las palabras, podemos llegar, incluso, a reconocer la forma como se ha modelado el pensamiento humano, el proceso a partir del cual pasamos de ser una especie con visos de racionalidad, a adquirir la condición de seres plenamente racionales. Todo esto nos lo enseña el lenguaje y, precisamente por ello, siempre será poco cuanto hagamos por descifrar ese caudal ingente de información que en el seno de las palabras se encierra y que nos permite llegar a esclarecer el cómo, el cuándo y el dónde de nuestros primeros orígenes. A esta causa me vengo consagrando, fervientemente, desde hace veinte años y ha sido, justamente, todo el vastísimo bagaje de conocimientos que ello me ha proporcionado, el que me ha permitido descifrar la que, desde el momento mismo en que estas líneas vean la luz en la recién nacida revista Los Cántabros, pasará a ser la palabra escrita, más antigua, conocida por la Humanidad. Una sola palabra, ciertamente, una brevísima palabra, efectivamente, pero -como vamos a tener la oportunidad de constatar a lo largo de estas páginas-, una palabra de la que se desprende todo un auténtico mundo de informaciones y de conocimiento. Noticias inapreciables que de esa palabra se derivan y que nos permiten llegar a conocer aspectos claves en relación con la forma de pensar y de sentir de nuestros antepasados racionales. Lo que, como herederos suyos que somos, viene a ser lo mismo que decir respecto a la forma de pensar y de sentir de todos nosotros, los actuales habitantes de este planeta.

 

 

Las primeras evidencias de pensamiento simbólico          Inicio

 

Antes de seguir adelante con mi exposición, considero obligado ceder la palabra a Victoria Cabrera y a Federico Bernaldo de Quirós, directores de las excavaciones que con resultados cada vez más extraordinarios vienen realizándose en ese impresionante filón arqueológico que responde al nombre de Cueva del Castillo. He aquí, pues, cuanto ambos escriben en el reportaje de N.G. que me ha permitido identificar la primera palabra del lenguaje humano que hasta la fecha nos es conocida. Significativamente y como si hubieran intuido mi descubrimiento, los dos arqueólogos citados encabezan su artículo con el elocuente y premonitorio título de... Hacia una mente simbólica:

 

Las excavaciones realizadas (en la Cueva del Castillo) a principios del siglo XX por Hugo Obermaier y Henri Breuil, bajo los auspicios del Instituto de Paleontología Humana de París, ofrecieron una amplia y completa secuencia estratigráfica de todo el paleolítico medio y superior, la mayor de Europa.

 

Las excavaciones realizadas desde 1980 se han centrado especialmente en una etapa crítica para la Humanidad, la que abarca los últimos neanderthales y la llegada de los humanos modernos. A lo largo de los últimos veinte años se han investigado los vestigios de hace entre 50.000 y 36.000 años. En esta franja cronológica se observan las primeras muestras de mentalidad simbólica. En un nivel de ocupación neandertal de unos 50.000 años de antigüedad, apareció un canto de cuarcita tallado, en cuyo córtex se aprecian cinco cavidades rítmicas, realizadas intencionalmente y sin utilidad práctica alguna.

 

Unos 10.000 años más tarde, otro grupo humano abandonó el extremo de un hueso largo utilizado como cincel, que presenta en el borde izquierdo una serie de trazos cortos, realizados con buril y repetidos rítmicamente. Por último, el nivel auriñaciense de hace 38.500 años, está proporcionando al equipo de excavación auténticas joyas de arte mueble de una antigüedad insospechable.

 

Estos avances humanos, tímidos pero seguros, coinciden también con el inicio de la expresión simbólica. Así lo atestigua el hallazgo que tuvo lugar en 2001, en las capas de 45.000 a 50.000 años de antigüedad, de un artefacto de cuarcita en el que se habrían practicado cinco pequeños impactos cincelados, o cúpulas, cuatro alineados y uno opuesto, claramente intencionales y con una estructura rítmica. Curiosamente, en el nivel 20c, de hace unos 45.000 años, se halló un premolar de neandertal adulto entre restos de cenizas y carbón, residuos de hogares de más de un metro de diámetro.

 

En el nivel 18c, correspondiente al auriñaciense (...) han aparecido motivos simbólicos sobre un pequeño fragmento de cincel y sobre un hueso. Varias dataciones de las muestras recogidas en las distintas campañas, a profundidades diferentes y en puntos diversos, ofrecieron un promedio de 40.000 años de antigüedad, la fecha más antigua para el comienzo del paleolítico superior en Europa occidental. Las primeras dataciones, publicadas en 1989, inauguraron un apasionado debate científico que todavía sigue abierto en nuestros días, ya que hasta esa fecha la comunidad científica situaba el inicio del paleolítico superior en Europa hace sólo entre 35.000 y 30.000 años.

 

(En el nivel correspondiente a los 38.500 años) salieron a la luz tres dientes de dos individuos infantiles de diferente edad, de atribución incierta y dos piezas de arte mueble con grabados muy definidos. Una de ellas constituye un descubrimiento excepcional por su rareza: se trata de un hueso de ciervo con el cuarto delantero de un cuadrúpedo grabado y tal vez pintado. Por la datación media del nivel, se trata de la primera muestra de arte naturalista en Europa occidental. La otra pieza, que parece tener una simbología femenina, es un segmento de arenisca recortado en forma triangular y en el que aparecen grabadas una serie de líneas profundas que parecen representar el sexo femenino. Este tipo de representaciones se encuentran en antiguos paneles de arte rupestre.

 

Hasta aquí Victoria Cabrera y Bernaldo de Quirós, a los que no rebatiré en esta ocasión respecto a sus tesis sobre la procedencia asiática del hombre moderno y sobre el papel desempeñado por el hombre de Neanderthal en el remotísimo enclave sagrado de Puente Biesgo. Eso sí, no quiero dejar de aconsejarles prudencia a la hora de repetir las tesis que hasta aquí han venido circulando en relación con la verdadera procedencia de nuestros auténticos antepasados racionales. Porque la Genética ha dejado ya rotundamente establecido que aquellos primeros homo sapiens cuya cuna vengo situando a orillas del Cantábrico desde el año 1984 y a los que yo prefiero denominar hombres occidentales, tuvieron efectivamente su más antiguo solar conocido en el litoral de Cantabria y de su vecina Euskadi. Y lo que la Genética certifica, lo confirman los estudios sobre el origen del lenguaje que demuestran que las raíces de todas las lenguas del planeta se hunden, igualmente, a orillas del antiguo Océano Kántabro. La misma conclusión a la que nos conduce el hecho de que las más excelsas manifestaciones artísticas que nos ha legado el hombre de la Prehistoria, se concentren entre el Norte de España y el Sur de Francia. Porque, aunque muchos no parecen haberse enterado todavía, Altamira no está donde está por casualidad... Y a todos esos argumentos se suman, además, los que nos aportan las más viejas noticias históricas conservadas por la Humanidad, unánimes a la hora de localizar el origen de la Humanidad en el antiguo Occidente o Extremo del mundo conocido. Aunque éste es capítulo cuyo desarrollo requeriría de mucho más espacio del que aquí disponemos y al que, de hecho, llevo consagrados ya varias decenas de libros, escritos en el decurso de los últimos años.

 

En el último de los párrafos que acabo de reproducir, Victoria Cabrera y Bernaldo de Quirós sostienen que el hueso de cérvido en el que aparece grabado el cuarto delantero de un cuadrúpedo, es la primera muestra de arte naturalista en Europa occidental. Y tienen razón, aunque no solamente de Europa occidental sino de todo el planeta, ya que ninguna de las figuritas de ánades que han sido descubiertas en Alemania y en Siberia y que comparten edades muy similares a los hallazgos realizados en la Cueva del Castillo, han ido a aparecer en yacimientos ni remotamente comparables a éste, ni en antigüedad ni en potencial de sedimentos. Quiero decir con esto que así como el carácter autóctono de los moradores del Monte Castillo, a lo largo de toda la Historia, se halla fuera de toda duda, sería arriesgado atribuir esa misma condición indígena a los autores de las figuritas de aves acuáticas exhumadas en tierras germanas y siberianas. Porque al no poder probarse la existencia de asentamientos humanos de larga duración (como sucede en Puente Biesgo y, en general, en todos los yacimientos cantábricos), estamos autorizados a pensar que todas esas primeras manifestaciones de arte mobiliar que aparecen en diferentes áreas de Europa y de la propia Rusia asiática, ora fueron ejecutadas por pueblos viajeros originarios de tierras muy distantes de las zonas en las que se producen estos hallazgos, ora se trataba de piezas que acompañaban a aquellos emigrantes en sus empresas de colonización, sin que nada impida pensar que pudieran haber sido talladas o modeladas en sus lares de procedencia. Por ellos mismos o por artistas que jamás se movieron, masivamente, de ellas.

 

Existen poderosas razones que inducen a pensar que muchas de las piezas de arte mueble que aparecen, aquí o acullá, por la geografía europea, podrían formar parte del ajuar o pertrecho de viaje de las gentes originarias del Occidente que acometieron la ímproba empresa de colonización del continente euroasiático. Y digo esto porque es muy significativo que la única modalidad artística que no es exportable, la pintura rupestre, tiene su feudo por antonomasia en el Norte de España y en el Sur de Francia. Léase, en el área cantábrico-gala en la que se concentra el mayor número de manifestaciones artísticas creadas por el hombre de la Prehistoria y en la que, indiscutiblemente, se encuentra la cuna de la civilización. El carácter autóctono de los cromagnones del litoral cantábrico y de su prolongación oriental del Sur de Francia, se halla fuera de toda duda. Por la enorme cantidad de yacimientos, por su gran antigüedad y porque en la mayoría de ellos podemos documentar vestigios de ese único arte no exportable que son las pinturas rupestres. Fuera de este contexto, las pinturas brillan por su ausencia, los yacimientos igualmente y los registros arqueológicos no tienen comparación posible, por lo que a su densidad y riqueza se refiere- con los de la Galia meridional y la Iberia septentrional.

 

La conclusión que se desprende de todo cuanto antecede se me antoja absolutamente obvia: las gentes de la región franco-cantábrica eran autóctonas; las de allende, foráneas, extranjeras. Su arte viajaba con ellos, no brotaba del sustrato cultural de las tierras en las que aquellos pueblos viajeros fueron asentándose. Algo parecido, para entendernos, a lo que aconteciera cuando España afrontó la colonización de América, sembrando dicho continente de monumentos y obras de arte gestados por Españoles o Europeos o bien por los descendientes de éstos, herederos de su maestría y de su técnica. Ninguna de esas maravillas y tesoros artísticos serían imaginables si no se hubiera producido la colonización ibérica de América, del mismo modo que ninguno de los tesoros arqueológicos que poco a poco van viendo la luz en suelo europeo, serían imaginables si no se hubiera consumado el poblamiento de la desértica Europa glacial, por parte de gentes llegadas del cultísimo, fertilísimo y archipoblado Occidente.

 

Con razón escribiría -lúcidamente y hace ya muchos años- el profesor Pericot: Nuestros ancestros nos han dejado algo que todo el Oriente no nos puede arrebatar. El privilegio de haber creado el primer arte de la Humanidad.

 

Y con la misma clarividencia que Pericot, se expresa el también historiador Francisco Jordà Cerdà, cuando escribe en su obra La España de los tiempos paleolíticos:

 

Casi es seguro que Europa fue colonizada desde nuestra Península.

 

Todo esto se escribía hace décadas, cuando ya el más elemental sentido común estaba proclamando a voz en grito que la Civilización había tenido su cuna en la Península Ibérica. Pero nadie hizo ni caso de estos destellos de lucidez y los por lo común anodinos hallazgos arqueológicos efectuados en el Cercano Oriente, han seguido deslumbrándonos, impidiendo que fuéramos capaces de mirar mucho más lejos, pudiendo llegar a distinguir el resplandeciente foco que estaba anunciando la primogenitura histórica de la Península Ibérica. Foco que, a pesar de no haber dejado de irradiar sobre la comunidad humana desde hace milenios, ha venido pasando inadvertido para todos hasta que un buen día, Jueves Santo, del año 1984, estalló en mi mente en las horas que preceden al amanecer.

 

 

 

Oca, primer lugar poblado de Iberia          Inicio

 

Todo apunta, pues, hacia el antiguo Occidente como matriz de la humanidad inteligente. Y ¿dónde estaba ese extraviado Occidente? Obviamente, en el país al que desde que el mundo es mundo se ha conocido con ese nombre: la Península Ibérica en su conjunto y, en épocas más remotas -y, por ende, de memoria mucho más fidedigna-, una parte muy precisa y concreta de la misma. He aquí lo que nos dice al efecto el erudito francés Henri Boudet, en su libro La vraie langue celtique publicado en Francia en 1886:

 

Los Occitanos eran los habitantes de las costas marítimas que rodean al golfo de Gascoña u Océano Tarbelliano, es decir los Aquitanos y los Cántabros.

 

Cuando existe un único pueblo en todo el mundo que ha ostentado el nombre y el título de Occidental, resulta sencillamente peregrino perderse en elucubraciones respecto a quiénes fueron aquellos Occidentales que por morar a orillas del Océano que cierra el mundo conocido por el Occidente, fueron identificados como los habitantes del Fin del Mundo, como los pobladores de lo Último y Postrero de la Tierra. Lo que, a su vez, venía a ser como reconocer que habían sido los primeros habitantes racionales de nuestro planeta, pues jamás fue un secreto para nadie que las aguas del Océano habían sido el escenario en el que se había producido el alumbramiento de nuestros primeros antepasados racionales. Aquellos que, convertidos en dioses por la ingenuidad y por la fantasía popular, harían que llegase a tomar forma la convicción -tántas veces reflejada en los escritos de los autores clásicos- de que... el Océano había sido la cuna de los dioses.

 

Es muy significativo que las figuritas de arte mobiliar más antiguas descubiertas en el continente euroasiático, sean precisamente ocas o especies estrechamente emparentadas con ellas: gansos, patos, cisnes... Y digo que es significativo porque aunque la Arqueología lo haya desconocido hasta hace muy poco, el culto rendido a las aves acuáticas es infinitamente más antiguo que el dispensado a todos los animales que tan profusamente representados encontramos en los yacimientos del Paleolítico Superior. ¿Es casual el parentesco de la palabra oca con los términos Océano, Ocaso y Occidente que desde tiempos inmemoriales han designado al litoral cantábrico ibérico? La respuesta a esta pregunta me obliga a retrotraerme a las más remotas y fidedignas noticias que sobre el primer poblamiento de España han llegado hasta nosotros:

 

E fue la primera puebla que hicieron los Españoles Montes de Oca, e fueron esas gentes llamadas Centúbales e poblaron las riberas de Ebro e a la tierra llamaron Celtiberia e después la llamaron Carpetania.

 

En estos términos tan categóricos se expresa al antiguo cronista regio Diego de Valera, en su Corónica de España abreviada, por mandado de la muy noble Señora Doña Isabel de Castilla, publicada en la ciudad de Burgos en el año 1487. ¿Son los actuales Montes de Oca burgaleses -en los que se encuentra el más importante de todos los yacimientos antropológicos descubierto en el planeta hasta el presente- ese punto de la geografía española donde tuvieron su primer asiento los habitantes de la Península Ibérica?

 

A juzgar por los espectaculares restos fósiles que están proporcionando los distintos yacimientos de Atapuerca, podríamos sentirnos inclinados a pensar que, efectivamente, las viejas tradiciones ibéricas atinaban al establecer la cuna de todos los Españoles en esa comarca de la provincia de Burgos regada por el río Oca o... (mucha atención) Besga. De hecho, Diego de Valera -como los demás antiguos historiadores españoles que recogen esta viejísima tradición respecto al primer lugar poblado de Iberia-, estuvo sin duda persuadido de que esos Montes de Oca documentados por las más vetustas fuentes históricas, eran aquellos que hoy responden a este nombre y en los que, por un curiosísimo guiño del destino, han ido a aparecer los restos fosilizados de los más antiguos pobladores, conocidos, de Iberia... y de todo el continente europeo. Sin embargo, tanto Valera como cuantos sostuvieron antes que él esa supuesta primogenitura de los Montes de Oca, incurrieron en el error de desconocer que han existido varios enclaves denominados Oca en el Norte de España y que sólo un estudio en profundidad de todos ellos permite llegar a discernir cuál fue el primero que ostentó ese nombre, legado más tarde a todos los demás.

 

Aunque no voy a entrar ahora en el estudio de esta materia, sí quiero dejar clarísima constancia en estas líneas de que esa Oca a la que nombran nuestros antiguos historiadores, identificándola con los primeros escenarios de la singladura humana sobre suelo ibérico, estuvo situada a orillas del Océano al que, como resulta evidente, debía su nombre. Y es que una de las claves que conducía a la identificación del primer escenario de la vida humana -sobre el suelo de Iberia y también de allende...-, se escondía tras esta familia de voces hermanas a las que, hasta hoy, ni se había concedido importancia alguna ni se había reconocido el parentesco que las vincula: oca..., océano..., ocaso..., occidente..., ocultar..., ocluir..., ocupar..., occiso..., ocre...

 

Océano = Okeanos es uno de los más viejos nombres de la mar a la que hoy conocemos como Cantábrica y a la que las gentes de la Antigüedad relacionaron con el Occidente extremo, con el final de la Tierra. Pues no en balde lo era, por lo menos hasta que en el año 1492 llegamos los Europeos al continente americano y descubrimos un mundo que nada tenía de Nuevo y que a tenor de lo que prueban recientes hallazgos arqueológicos, las pinturas rupestres y el estudio comparado de las lenguas habladas a una y otra orilla del Océano, ya había sido hollado y colonizado por los propios habitantes de la Península Ibérica y del Sur de Francia, hace la friolera de 20.000 años.

 

Todo el litoral cantábrico, desde Galicia hasta el País Basko, era y sigue siendo bañado por aquel Océano Kántabro o Mar Océana hacia la que peregrinaban las gentes de todo el mundo antiguo en el ocaso de sus vidas, siguiendo devotamente la trayectoria del astro solar, con el fin de ir a morir en las mismas aguas del País del Ocaso o del Océano en el que estaban persuadidas que el Sol moría todos los días a la hora del crepúsculo. ¿Cómo explicar si no -pensaban en su infinita ingenuidad- el hecho de que el Astro Rey se tiña intensamente de rojo cada atardecer, proyectando su color a las aguas de esa Mar Océana o de Occidente y consiguiendo que toda ella, cual si de sangre se tratase, adquiera esa misma tonalidad ocre o rojiza? Por eso fue Roja otra de las denominaciones de aquella Mar Occidental en la que el Sol moría todos los días al anochecer, contemplado con extasiada devoción por todos los pobladores de la costa cantábrica.

 

Debo abrir un paréntesis en este punto para ponderar un hecho que merece ser conocido y que supone la enésima confirmación de cómo la Arkeoantropología se encuentra literalmente en puertas de reconocer la filiación cantábrica de la Humanidad racional o sapiens. Retrotraigámonos al día 3 de Junio del presente año 2004. La primera cadena de TVE, en horario de máxima audiencia, emite una película-documental sobre la evolución humana, en la que se pasa revista a todas y cada una de las especies homínidas que han poblado la Tierra, atribuyéndoles -¡cómo no!- un origen africano. Hasta aquí, pues, nada nuevo bajo el sol. Pero la sorpresa de esa costosa producción cinematográfica, surge en los últimos tramos de la misma. Porque después de presentarnos al hombre de Neanderthal y de defender despropósitos tales como que tocaba la flauta o que hizo importantes aportaciones culturales al homo sapiens, los realizadores de esta primera película sobre la genealogía humana tienen que habérselas con la parte más comprometida y espinosa de la misma: aquella que se ocupa de nuestros antepasados directos, los homo sapiens. Y es que a diferencia de las elucubraciones sobre la idiosincrasia y modo de vida de los homínidos, que no interesan absolutamente a nadie y en las que los dislates -si se producen- se toman a mero beneficio de inventario, todas las noticias sobre nuestros verdaderos padres racionales son objeto de un profundo análisis por parte de un considerable y creciente número de personas. Y no me refiero exclusivamente a gente especializada, sino a personas de la más dispar y variopinta condición y a las que aglutina su afán por conocer la verdad respecto a nuestra ascendencia. O mejor, especifico, respecto a nuestra verdadera ascendencia.

 

Pues bien, a la hora de ubicar geográficamente a los primeros homo sapiens conocidos, los antropólogos más renombrados del mundo que han intervenido en la producción de la película antedicha -oportunamente titulada La odisea de la especie- no vacilan en situar a orillas del Cantábrico a nuestros antepasados directos los primeros hombres modernos, reconociendo con ello, de facto, la primogenitura histórica de la región más septentrional de la Península Ibérica. Aunque los antropólogos que han dirigido la película en cuestión llegan todavía más lejos, al reconocer por vez primera que no está claro en absoluto cuál pudiera ser la remota procedencia de aquellos primeros sapiens a los que, coherentes con los resultados de todos los estudios filológicos y genéticos, postulan como pobladores del Norte de España. Exactamente la misma tesis que vengo defendiendo en solitario desde el año 1984 y por la que he debido pagar el altísimo precio de veinte años de persecución científica y de ostracismo. Con la particularidad de que para realizar aquel descubrimiento, a falta de Atapuerca y de los análisis del ADN entonces inéditos, me bastó con el estudio del lenguaje, de la toponimia y de los inapreciables testimonios que nos han legado las más viejas fuentes históricas.

 

Pero la Antropología no sólo sigue mis pasos a la hora de localizar a los primeros hombres modernos y de cuestionar su insostenible filiación africana. Porque demostrándose una vez más que mis veinte años de investigaciones no han caído en saco roto y que la difusión de mis tesis vía Internet está abriendo los ojos de muchos, los arqueólogos que han confeccionado el guión de La odisea de la especie nos muestran a nuestros primeros ancestros racionales rindiendo culto al Sol a la hora en que, con la llegada del crepúsculo, el Astro Rey se sumerge en las aguas del Océano, tiñendo intensamente de rojo el cielo y las aguas del antiguo final de la Tierra. Porque fue ésta en definitiva, la de la supuesta muerte del Sol en el Occidente de Iberia a la hora del ocaso, una de las principales razones que contribuyeron a conferir sacralidad y nombradía a las tierras del Norte de la Península Ibérica, hasta el punto de convertirlas en el primer núcleo de civilización del planeta, escenario de los primeros episodios de la aventura racional de nuestra especie. Y debo dejar clara y rotunda constancia de que jamás historiador, pensador o escritor alguno había siquiera vislumbrado la colosal trascendencia que en los orígenes de la civilización humana, tuvo el culto rendido al Sol Poniente por los primeros seres racionales que habitaron en las costas septentrionales de la Península Ibérica.

 

 

El origen del nombre de Kantabria          Inicio

 

 

Porque el Sol moría todas las noches en el Occidente, seguimos denominando occisos a las personas difuntas... O decimos que algo se ocluye cuando se cierra, recordando ese momento del ocaso en que el Sol se oculta en la línea del horizonte marino... O denominamos ocio a las horas en las que, tras la puesta del Sol, nos concedemos reposo... (lamentablemente, esta sabia norma que ha regido el comportamiento humano a lo largo de toda la Historia, ha perdido su vigencia entre la juventud actual).

 

Siendo el Sol el protagonista indiscutible de toda esta historia que he resumido en los párrafos precedentes, es fácil deducir que todos esos términos derivados de Oca que he ido reseñando, beban directísimamente en la que fuera una viejísima denominación del astro solar. Así sucede, en efecto, y quien lo documenta es nada menos que la segunda lengua en antigüedad entre las lenguas ibéricas: la lengua kaló hablada por los Gitanos españoles y que está estrechamente emparentada con el euskera y con las demás lenguas gestadas a orillas del Cantábrico. Pues bien, en la lengua kaló, Okan es, justamente, el nombre del Sol...

 

Como el Sol -Okan para los Gitanos- era reconocido como el Rey por antonomasia de los antiguos habitantes de Iberia, oklay era el término kaló equivalente de las voces castellanas monarca, rey o soberano. Y en consecuencia y como estamos hablando de un rey absolutamente mítico al que se rendía culto como supuesto padre del Universo y autor de todo lo creado, los antiguos Españoles le convirtieron en el destinatario de todas sus oraciones y preces. Extremo este que nos dicta el sentido común pero que, además, vuelve a contar con el refrendo de la lengua kaló: okanar es el paralelo de orar y rezar en dicha lengua.

 

Es absolutamente obvio que todos estos términos kalós derivados de Oka se integran en la misma familia que la voz griega Okeanos (Océano), incuestionablemente relacionadas todas ellas con aquel primer Ocaso u Occidente del Norte de España en el que las más viejas tradiciones históricas de todos los pueblos de la Antigüedad localizaban la cuna de sus primeros antepasados. Y seguimos hablando, obviamente, de los pueblos cantábricos. De aquellos a los que todos los estudios genéticos que hoy se realizan en las Universidades del mundo, postulan como los únicos descendientes directos de los primeros homo sapiens conocidos. Lo que alguna verosimilitud debe tener cuando es justamente en ese contexto geográfico del Norte de España y del Sur de Francia en el que se concentra el 99% de todos los yacimientos con pintura rupestre del mundo... O en el que se encuentra el más impresionante santuario de pintura paleolítica de todo el planeta (Altamira)... O en el que (en este caso, en Puente Biesgo) se dan las más antiguas dataciones del homo sapiens... O, en fin y en otro orden que no por más intangible tiene menor peso científico, en donde se ha conservado la lengua -el euskera- a la que los más eminentes filólogos europeos de los últimos siglos han reconocido y reconocen, sin ambages, como la más antigua lengua del planeta, heredera directísima de la hablada hace decenas de miles de años por los hombres que pintaron Altamira, Lascaux, Niaux y tantos otros prodigiosos santuarios de pintura rupestre de la Cornisa Cantábrica y del Sur de Francia.

 

Vemos, pues, que se produce una espectacular coincidencia entre los viejos textos históricos que postulan a los Montes de Oca como el primer lugar poblado de la Península Ibérica... y todas esas evidencias sobre el origen de la Humanidad racional que hoy nos aportan las investigaciones arqueológicas, antropológicas, genéticas o filológicas. Y vemos que esa coincidencia resulta todavía más flagrante cuando nos encontramos con términos del lenguaje como el griego oikos, cuyos significados no pueden resultar más coincidentes con cuanto venimos constatando: hogar, habitación, morada, templo, hacienda, pueblo natal, patria, familia, estirpe... Los mismos significados que repite la palabra oklajita que, en este caso, no es griega sino... kaló.

 

Cuando los antiguos historiadores griegos documentan que la cuna de los dioses y -por ende- la tierra matriz de sus antepasados, se encontraba a orillas de la Mar Océana u Occidental, están dándonos la clave de por qué establece el lenguaje esa relación entre los derivados de Oca = Océano y los conceptos de patria, heredad, hogar, morada... Cae por su propio peso que ese primer hogar, que aquella primera patria de la Humanidad se había hallado a orillas del Océano, en algún lugar del Occidente. Y digo esto porque se deduce de cuanto llevamos visto hasta aquí y porque, para que no quepa la menor duda de ello, existe una nueva palabra kaló que lo certifica: okanilla es el término con el que en esta lengua se designa a las orillas... A las orillas, lógicamente, del Okeanos u Océano, nombre este que en un principio se aplicó, exclusivamente, a la Mar Occidental. A aquella que bañaba y baña las costas del Occidente de Europa y, muy en particular, del Occidente ibérico. Región esta en la que ya hemos documentado un río Oca..., al que deberíamos añadir otro, homónimo, que fluye nada menos que por Guernika...

 

¿A qué región del Occidente ibérico y europeo recuerdan todas estas palabras que he venido enumerando? ¿Cuál fue aquel País de Ocaso del que se sabían descendientes todos los pueblos de la Antigüedad? La respuesta a esta pregunta crucial nos la proporciona el propio lenguaje. Porque al igual que les ha sucedido a innumerables palabras que tienen una letra vocal por inicial, el antiguo nombre del Sol, Okan, que conocemos merced a la lengua kaló, fue a perder su O- inicial, quedando convertido en Kan. Nombre que, por cierto, nos recuerda a aquel Kan Cerbero al que la Mitología atribuye la custodia del final de la Tierra. Del extremo occidental del mundo conocido...

 

¿Qué región ha conservado en su nombre esa antiquísima denominación del Sol -Okan = Kan- que, como acabamos de ver, está señalando con el dedo el punto exacto en el que nacieron todas estas tradiciones y en el que, por consiguiente, hubo de tener necesariamente su primera morada nuestra especie? La respuesta es bastante obvia: esa región sólo puede ser Kantabria... Bien es verdad que una Cantabria que poco tiene que ver con la exigua provincia que hoy ostenta este nombre y que en la Antigüedad englobaba a extensas áreas del Norte de España que hasta hace muy poco blasonaban de su ascendencia kántabra. Es el caso del País Basko y de todas las comarcas septentrionales de Castilla y León.

 

Por algo los antiguos Griegos denominaron al mundo, Oikumene, fieles aún a la memoria de ese mundo en miniatura, situado en el Occidente, desde el que, como atestiguan las más viejas fuentes históricas, se dispersó la Humanidad racional en época reciente, con el fin de colonizar todo el planeta. Un supuesto que vuelve a ser coherente con el hecho de que a ese mismo término, Oikumene, se le haya identificado en el pasado con la Tierra originaria y con la Tierra de los hombres que piensan...

 

Por algo las viejas fuentes históricas documentan en la antigua Kantabria una ciudad denominada Okellas, virtualmente homónima de aquella Okalea que los textos mitológicos nos presentan como morada, nada menos que de la madre de Hérkules. Léase, de la quimérica madre del dios por antonomasia de los antiguos pobladores de Iberia, conocido con este y otros muchísimos epítetos que nos asombrarían y representado por doquier en nuestro arte.

 

Porque las cosas sucedieron como vengo resumiendo y porque el término Oca se ha visto rodeado siempre de una singularísima aureola de celebridad, la ciudad castellana de Burgos fue conocida como Oca en tiempos pretéritos, postulándose además como Cabeza de Castilla y como primera en la Fe y en la... ¡Palabra! Montañas de Burgos fue hasta hace muy poco -conviene recordarlo- una de las denominaciones más comunes de las zonas central y oriental de Cantabria...

 

La imagen de una enorme oca presidiendo el retablo de la Cartuja de Miraflores, en los aledaños de la ciudad de Burgos, documenta iconográficamente toda esta fascinante historia que muy sucintamente he resumido en las páginas precedentes. Y es que nos quedaría por contar aquí cómo nuestros antepasados imaginaron que el Sol era una oca que volaba durante el día por el firmamento y nadaba, de noche, por la marítima faz oculta de la Tierra. Nos quedaría por contar que este culto a la oca, identificada con el Sol, es uno de los más antiguos que han tributado los seres humanos, fundamental por consiguiente para identificar a las culturas más antiguas del planeta. Porque allí donde modernamente se ha adorado a toros, bisontes, águilas, cabras, vacas, ciervos y otras especies animales, en tiempos muy remotos y sólo en las zonas más antiguas pobladas por la Humanidad racional o sapiens, se rindió culto a las ocas y a otras aves anfibias con ellas emparentadas, tales como patos, cisnes, gansos, ansares... Algo de todo esto nos cuentan las pinturas de las tumbas egipcias, al representar a las almas de los seres en ellas enterrados como patos u ocas que, al producirse el tránsito de la muerte, emprendían el vuelo hacia el País del Ocaso del que los antiguos Egipcios se sabían originarios. Pero en Egipto, país modernísimo, no aparecen representaciones paleolíticas de estas hermosas aves adoradas por las más remotas sociedades humanas, de carácter matriarcal. Para encontrar esas figuritas tendremos que viajar hasta Siberia, en donde se descubrió una colección tallada en colmillos de mamut, hace nada menos que 40.000 años. Y sólo algo más moderna, en torno a 35.000 años, ha aparecido recientemente en Alemania una figurita semejante.

 

Hasta hace pocos años, ningún arqueólogo del mundo conocía cuanto acabo de relatar, ignorando por consiguiente el significado y la importancia iconográfica de las ocas y de todas sus hermanas las ánades, así como, por extensión, de todas las aves anfibias. Hoy empieza a ser un secreto a voces que sólo aquellos excavadores que logren descubrir figuras de estas bellísimas aves estarán entrando en contacto con los más remotos estadios de la historia de la civilización. Y me cabe la doble satisfacción de haber sido el descubridor de todo este asunto y de habérselo dado a conocer a los arqueólogos europeos, con ocasión de mi asistencia a la exposición L´aventure humaine, celebrada en Bruselas a lo largo del otoño del año 1990. Jamás olvidaré la cara de estupor de los organizadores de aquella extraordinaria exposición que reunía lo más granado del arte paleolítico europeo, al contemplar las figuritas de ánades y la escultura de un impresionante pato descubiertos por mí en la no menos impresionante Necrópolis de Peña Alba, situada en el corazón del macizo montañoso en el que -¡qué casualidad!- tiene sus fuentes el río Oca...

 

En efecto y como se haya abrumadoramente documentado, las almas o albas de los antiguos Egipcios volaban hacia el País de Occidente o del Ocaso, allí donde reinaba el dios al que adoraban: Osiris Kan. Léase, el propio dios solar, Okan = Kan, que ha dado nombre a Kantabria.

 

Al conocer mis figuras y cuanto le expliqué respecto al culto a las ánades, el comisario de la exposición belga a la que acabo de referirme, delegó su responsabilidad en la misma y viajó de inmediato a Rusia con el fin de poder conocer y probar de primera mano cuanto yo le había desvelado sobre este antiquísimo mito y sobre las ocas paleolíticas de Siberia que lo documentan...

 

 

El nombre de Puente Biesgo y la cuna de los Baskos          Inicio

 

Me refería hace un momento al río Oca. Y decía que de él ha tomado su nombre la comarca de Montes de Oca, situada en el corazón mismo de la provincia de Burgos. También alertaba a mis lectores sobre el hecho de que al río en cuestión se le conozca también con el nombre de Besga, reconocible todavía en una de las poblaciones que encuentra en su curso: Bribieska...

 

Los nombres del río Oca o Besga y de la villa de Bribieska, se integran en la misma familia toponímica a la que pertenece la localidad cántabra de Puente Biesgo, así denominada por verse recorrida por el río del mismo nombre. ¿Qué río es éste? La respuesta es obvia: aquel al que hoy conocemos con el degradadísimo nombre de Pas y cuyo primitivo y genuino nombre es el de Bazaga = Bazaka = Bazka. Nombre que ha pervivido en el gentilicio de los pueblos que moran a sus orillas y, en general, en el impresionante macizo montañoso al que hoy conocemos como Montes de Pas y al que nuestros antepasados denominaron con nombres tan esclarecidos como los de Lombo de Paz, Montes de Somo, Montes de Lunada, Montes de Zallambra o Tellada, Macizo de Balbarnyz, Montes de Burgos y un larguísimo e ilustrísimo etcétera. ¿Por qué tántos nombres para designar a un mismo macizo montañoso? La respuesta vuelve a ser evidente: por su extraordinaria antigüedad e importancia. Y es que no existe forma más fiable de medir la antigüedad del poblamiento de un enclave determinado (río, monte, pueblo, isla, ciudad...) que la multiplicidad de sus denominaciones.

 

¿Es plausible pensar que los Montes de Pas pudieran tener algo que ver con aquellos Montes de Oca propuestos por las viejas fuentes históricas como morada de los primeros pobladores de la Península Ibérica? Son numerosísimas las razones que inducen a contemplar seriamente esta posibilidad, siendo una de las más importantes entre ellas el hecho de que, entre otras fuentes, en el Atlas Minor de Gerard Mercator, editado en Amsterdam en el año 1608, pueda leerse algo tan asombroso como lo que sigue:

 

Pacieca: raza y familia noble de España. La más antigua.

 

Así, con esta rotundidad. Y ocioso es decir que detrás de esa raza Pacieca se oculta aquella a la que hoy conocemos como Pasiega y que es epónima, a su vez, de los antiguos Astures Pésikos cuya huella reconocemos en las poblaciones de Pesués y de Pesaguero...

 

Siendo la p una consonante de última generación, hija modernísima de la b, todos estos nombres que acabo de enumerar resultan ser corrupciones de otros mucho más antiguos en los que era la letra b la que ocupaba la posición inicial. Lo que quiere decir que es Baziega = Bazieka el verdadero nombre de la raza Paziega y que, por ende, es Bazega = Bazga = Baz = Bas el genuino nombre del río al que hoy conocemos como Pas, ingenuamente persuadidos de que siempre ha ostentado este modernísimo nombre. Nada más lejos de la realidad, sin embargo, y buena prueba de ello la presencia en su entorno próximo o inmediato de lugares en los que todavía alienta la que fuera primitiva denominación de este otrora celebérrimo río... y del propio macizo montañoso en el que tiene sus fuentes y al que da nombre. Macizo, por cierto, en el que las viejas tradiciones cantábricas localizaban el fin pactado de la sangrienta guerra que enfrentara a los antiguos Kántabros con el más poderoso Imperio de la Antigüedad, el Romano, y que había de saldarse con la muerte de decenas de miles de legionarios de todas las regiones del Imperio y con el virtual exterminio de los habitantes de las antiguas Asturias de Santillana o Montañas de Burgos. De la región, en suma, a la que otrora denominaron La Montaña y hoy conocemos como Cantabria.

 

Porque el verdadero nombre del río Pas es Bazga o Bazka, ostenta Puente Biesgo el eminentísimo nombre que ostenta. Y lo mismo cabe decir de la Sierra de Baskonia que encontramos en ese mismo contexto geográfico y que no tiene paralelo en el vecino País Basko. Muy significativo. Tan significativo como la eclosión de derivados de Bazga = Bazka en la toponimia del litoral de Cantabria, conocido por ello, en otro tiempo, con el nombre de Bizkaya... que heredara la provincia baska que hoy ostenta este nombre.

 

Como quiera que toda la toponimia castellana es un calco literal de la cantábrica, el hecho de que al río Oca se le conozca también como Besga, nos advierte respecto a la posibilidad de que hubiese sido Oca uno de los antiguos nombres del río Bazga o Pas que fluye al pie de Puente Biesgo. Es decir, que el río Oca = Besga burgalés hubiera heredado no uno sólo sino los dos nombres que distinguieran al río Pas en otro tiempo. Lo que vendría a significar que los Montes de Pas podrían haber sido aquellos Montes de Oca recordados por la vieja historiografía ibérica como el primer lugar poblado de la Península Ibérica. Una conclusión nada arriesgada, cuando hemos visto que esa misma historiografía reconoce a la raza Paziega como la más antigua de España.

 

¿Fue Oca un antiguo nombre del río Paz = Pas? La solución para este interrogante la tiene la toponimia de su cuenca y, sobre todo, de sus fuentes. Porque las diversas denominaciones que han ostentado los ríos, han quedado inevitablemente registradas en la toponimia de sus cabeceras. ¿Ha sucedido también de este modo en el caso que nos ocupa? Por supuesto que sí. Si consultamos un mapa, veremos que el río Pas tiene su nacimiento al pie del Portillo de Ocello o de Ocejo y que a pocos kilómetros de su alumbramiento riega las tierras de la aldea de Ocella = Oceja. Es indiscutible, pues, que ha sido Ocella = Okella = Oca un antiguo nombre del río Pas, confirmando el rigor de las informaciones aportadas por aquellos historiadores que ubican en la antigua Kantabria una población denominada Okellas...

 

Amén de que, abundando en lo anterior y probando que Oca y Océano son nombres hermanos, vemos cómo los Montes de Pas atesoran en su toponimia toda una rica gama de derivados del hidrónimo Océano. Por razones muy precisas a las que habré de referirme en una ocasión posterior.

 

¿Por qué asumió el pueblo basko este gentilicio que hoy le distingue y que le ha dado nombradía universal? La respuesta es muy sencilla: porque el País Basko tuvo y sigue teniendo su raíz en el macizo de los Montes de Bazga = Baska... o Pas, tan fielmente recordados en la antiquísima y arqueológicamente crucial Puente Biesgo...

 

¿No es absolutamente coherente que hoy se reconozca al pueblo Basko como el más antiguo de Euroasia y el único descendiente directo de los primeros homo sapiens, con el hecho de que, hace ya bastantes décadas, venga proponiéndose al Monte Castillo de Puente Biesgo como... "el primer poblado troglodítico del mundo"? Son palabras de Manuel Pereda de la Reguera, en su libro Cantabria, raíz de España, publicado en Santander en 1979:

 

Otro hecho importante que nos prueba la continuidad y permanencia de la vida humana prehistórica en esta región y que en tal sentido la sitúa también a la cabeza del mundo, es el de la existencia de cuevas que ofrecen el mayor número de niveles culturales y los más amplios e importantes yacimientos. La Cueva del Castillo, con sus diez y ocho metros de sedimentos, es el primer poblado troglodítico del mundo, la primera ciudad prehistórica conocida.

 

 

El homo sapiens u hombre occidental          Inicio

 

Las investigaciones interdisciplinares no conducen ni remotamente a la conclusión de que el hombre moderno procede de África. Porque el estudio del lenguaje y de todas las tradiciones culturales demuestra que la dispersión de la Humanidad desde un solar común se produjo en una época relativamente cercana: hace en torno a 40 / 50 mil años. Y es la lengua euskérica -no las lenguas africanas- la que se ha conservado más fiel al habla originaria de la que dimanan todos los idiomas hoy hablados en el mundo. Por otra parte, nadie ha sido capaz de explicar cómo es posible que la especie homo sapiens haya emigrado -supuestamente- de África en una época tan próxima y que, sin embargo, existan tantas diferencias genéticas entre los humanos contemporáneos y los actuales habitantes de África. Por el contrario, los estudios de Biología Molecular efectuados por Universidades europeas y americanas, han probado que los habitantes de las regiones orientales del litoral cantábrico son -en el contexto de todo el planeta- los que mayor parentesco genético presentan con los más antiguos homo sapiens conocidos.

 

Aunque tanta o mayor fuerza que las conclusiones de la Ciencia respecto a nuestro pasado más remoto, la tienen aquellas otras consideraciones a las que podemos llegar a través de un razonamiento puramente deductivo y que tienen como soporte el más sólido y fiable de todos los cimientos o fundamentos: el del sentido común. Voy, pues, a poner un ejemplo de cómo la aplicación del más elemental y escaso de todos los sentidos, el mal llamado sentido común, permite llegar a conclusiones absolutamente incontrovertibles y que, en el asunto que nos concierne, zanjan de raíz cualquier posible divergencia o controversia respecto a cuál sea la región del planeta que tuvo el privilegio de engendrar a la primera Humanidad.

 

Es perfectamente sabido que la Antropología suele recurrir al estudio de los pueblos primitivos contemporáneos nuestros, cuando de deducir el comportamiento del hombre prehistórico se trata. Un procedimiento que a mi juicio no tiene nada de riguroso y que puede conducir y de hecho está conduciendo a conclusiones absolutamente erróneas. Porque la pervivencia en nuestra época de pueblos cuyo nivel cultural es similar o incluso inferior al de los pueblos paleolíticos del Occidente de Europa, se explica solamente como un fenómeno de regresión cultural -casi inevitable en zonas selváticas escasa o nulamente comunicadas- y no como un fenómeno de pervivencia de pueblos prehistóricos que han conservado, merced a su aislamiento, los modos de vida de nuestros antepasados de hace 20 ó 40 mil años.

 

Los pueblos primitivos que siguen existiendo hoy en determinadas zonas de África e Iberoamérica, muy principalmente, no son pueblos prehistóricos que no han evolucionado sino, muy al contrario, derivaciones de pueblos antiguos que han conocido un galopante proceso de degradación cultural. No tienen, pues, validez alguna las conclusiones que, por extrapolación, se están obteniendo de ellos en el empeño por reconocer la idiosincrasia de las gentes que poblaron Europa hace varias decenas de miles de años. Porque aquellos pueblos euroccidentales del Paleolítico Superior tenían un nivel cultural infinitamente mayor al que hoy poseen los pueblos primitivos contemporáneos. Y si no, búsquense entre éstos las cuevas con pinturas y grabados rupestres que sean remotamente similares a los gestados hace 20 ó 30 mil años en la región cantabrofranca...

 

Hecha esta precisión que estimo pertinente y necesaria, voy a ofrecer una muestra de cómo pueden llegar a esclarecerse las claves principales de nuestros orígenes, sin necesidad de efectuar investigación o excavación alguna y apelando exclusivamente a la lógica más elemental. Contando, pues, con la única herramienta que se encuentra al alcance de todos y mediante la cual pueden llegar a resultar ociosos y hasta inútiles los más sofisticados -y costosos- métodos de investigación. Y es que resulta grotesco contemplar cómo se están invirtiendo en África centenares de millones de dólares, en el empeño por esclarecer la filiación del ser humano, cuando con un coste cero, sin mediar investigación ninguna y sin otro auxilio que el de la inteligencia, resulta perfectamente posible si no señalar con total precisión el lugar en el que se produjo el nacimiento de nuestra especie sí, por lo menos, delimitar la región en la que tuvo lugar ese alumbramiento.

 

Empecemos por decir que la condición de pueblo primogénito de la Humanidad lleva implícita la de pueblo colonizador. La de pueblo imbuido de un profundísimo e inquieto espíritu viajero. Si así no fuera, si nuestros verdaderos antepasados no hubieran sentido la honda necesidad de salir de su territorio a la busca de nuevas tierras de promisión, entonces nuestro planeta permanecería hoy virtualmente despoblado, concentrándose toda la Humanidad en la región en la que había tenido su primer solar y asiento. Algo semejante a lo que sucede con todas aquellas especies animales que, no habiendo sido llevadas por el hombre en sus empresas de colonización, han permanecido ancladas a un mismo territorio desde sus orígenes mismos. Porque es importante establecer que la condición viajera no es consustancial a todas las especies animales, incluido el género homo. En absoluto. Salvo determinadas aves y peces y casi siempre por razones climáticas o medioambientales, es propio de la mayor parte de las especies el colonizar un territorio determinado y luchar a toda costa por conservarlo, en competencia con las demás especies a las que, naturalmente, mueve un espíritu similar.

 

Hemos de convenir, pues, en que la posesión de una acrisolada vena colonizadora es una condición sine qua non que debe acreditar cualquier pueblo de la Tierra que se postule como primogénito de la Humanidad. Sobremanera cuando la colonización del planeta en su integridad, ha entrañado dificultades tales como las de trasponer océanos, sobrevivir en regiones de clima polar o tórrido, superar cordilleras casi infranqueables o penetrar en zonas selváticas vírgenes infestadas de peligros y de inquilinos hostiles y casi siempre mortíferos. Ocioso es decir hasta qué punto ha tenido que ser acendrado el afán viajero -y el grado de desarrollo cultural y técnico- de nuestros verdaderos antepasados, para que todas estas metas y retos hayan podido superarse de manera no sólo sobresaliente sino meteórica. Porque una vez que la Humanidad inteligente, por razones que analizo y estudio en otras partes de mi obra, decide afrontar la conquista del planeta, logra consumar su propósito en un lapso de tiempo excepcionalmente corto que no excedería de los diez mil años. Salvedad hecha, eso sí, de todas esas zonas continentales de África que a mi juicio y lejos de ser la cuna de nuestra especie, como se pretende, han sido las últimas en conocer de la presencia del homo sapiens. Por razones más que obvias, que tienen que ver con lo inhóspito de su clima y de su territorio. Aspecto este que también nos ofrece una pista importante en relación con la ascendencia del pueblo que colonizó la Tierra, ya que resulta sintomático que despreciara las zonas de climas excesivamente cálido, decantándose por las templadas, húmedas o incluso frías. Y, por supuesto, por las montañosas.

 

Pretender que fueron los Africanos quienes poblaron la Tierra cuando han sido las frías tierras de Euroasia las que primeramente fueron colonizadas, resulta sencillamente demencial y risible. Porque esos supuestos colonizadores africanos habrían dado media vuelta en cuanto se hubieran topado con la primera nevada. Y para establecer esta conclusión no se requiere de talentos ni de estudios especiales; basta, simplemente, con aplicar el sentido común: en un país como España en el que, a mucha menor escala, se dan los mismos contrastes climáticos que puedan existir entre África y Europa, es perfectamente conocido que las gentes del Sur de la Península aborrecen el clima del Norte para vivir durante todo el año, con parecida hostilidad a la que evidenciamos los habitantes del Norte ante la posibilidad, siquiera sea remota, de tener que residir en las regiones andaluza y levantina. Y si esto es así cuando existen unos contrastes climáticos moderados, imagínese lo que será cuando la disyuntiva se plantea entre el norte de Europa y las inhabitables regiones de África de las que los antropólogos contemporáneos pretenden hacernos descendientes.

 

Si hubieran sido los africanos los padres de la Humanidad, bien puede afirmarse que las zonas cálidas de la Tierra serían las únicas pobladas. Y que el hombre no se habría extendido mucho más allá de África y, en la hipótesis más optimista, del sur de Euroasia. Porque -y con ello vuelvo a retomar el hilo de mi argumentación- es notorio y manifiesto que el africano es el pueblo menos viajero del planeta. Tan poco viajero que hasta la fecha no se le conoce ni una sola migración fuera de su continente, salvedad hecha -claro está- de las que ha debido acometer por la fuerza y bien a pesar suyo. Y si los pueblos de África no han salido de su continente ni una sola vez en toda la Historia conocida, cabe deducir que en épocas anteriores en las que los desplazamientos resultaban todavía más problemáticos, las cosas habían sucedido exactamente del mismo modo.

 

¿No cabe tildar de delirante la hipótesis hoy al uso de que pueblos africanos colonizaron el mundo hace 100 ó 150 mil años, cuando por una parte los negros brillan por su ausencia en todo el planeta y, por otra, tenemos constancia inequívoca de que ningún pueblo de África ha salido a colonizar región alguna del orbe en los últimos diez mil años de historia medianamente conocida?

 

El espíritu colonizador está firmemente grabado en los genes de los pueblos más antiguos de la Tierra. Y ello como consecuencia inevitable de una tradición de migraciones y de empresas de colonización y de conquista que se ha prolongado por espacio de decenas de miles de años. ¿Alguien podría indicarme dónde se encuentra escondido ese gen viajero entre los pueblos africanos cuando sus únicas migraciones conocidas han sido aquellas que han emprendido forzados por los pueblos euroccidentales, ya fuera para nutrir el mercado de esclavos del Nuevo Mundo, ya para surtir de mano de obra barata a las opulentas naciones del Occidente de Europa? Y nótese que, en ambos casos, han sido los inquietos y endémicamente colonizadores pueblos euroccidentales -Iberos y Británicos principalmente- quienes han obligado a viajar a los africanos a otros continentes. Siempre muy a pesar suyo.

 

En suma, que la hipótesis del poblamiento del mundo por gentes salidas de África constituye el mayor atentado del que el sentido común haya sido objeto jamás, aportándome nuevos argumentos para repetir, una vez más, mi ya clásica premonición respecto a que, en el decurso del próximo siglo, la tesis de nuestro origen africano acabará gozando del mismo crédito y respetabilidad que hoy pueda merecernos ese cuento de hadas que describe cómo los dos primeros seres humanos, Adán y Eva, fueron creados por Dios en el Paraíso Terrenal...

 

Bueno, pues lo que acabamos de ver respecto a las gentes de África, no difiere demasiado de lo que podríamos postular respecto al flaco espíritu de conquista con que se han visto adornados los pueblos asiáticos, identificados también, hasta ayer mismo, con los primeros pobladores de la Tierra. Porque es perfectamente conocido que Chinos, Indios o Japoneses gustan de seguir los pasos de los pueblos europeos, yendo siempre a la zaga de ellos. Y respecto al supuesto poblamiento de América por parte de pueblos asiáticos que cruzaron el estrecho de Bering durante el último período glaciar, está casi todo por saber y por decidir respecto a ese poblamiento que tántos interrogantes, de toda índole, plantea. Y ahí está, si no, el hallazgo en 1999 de los restos de unos indios que poblaron Brasil hace más de diez mil años y que no eran de origen asiático. Lo que prueba dos cosas que siempre han estado perfectamente claras: en primer lugar, que América fue visitada en la Antigüedad por pueblos distintos, llegados por mar a través de los oceános Atlántico y Pacífico; y en segundo lugar, que varios, si no la totalidad de esos pueblos, procedían del Occidente de Europa.

 

Sabemos poco de los primeros pobladores de América, aunque sí lo bastante como para poder deducir que tampoco alumbró en ellos la llama de la inquietud viajera. Porque está claro que no hicieron incursión alguna fuera de su continente. Y porque tampoco parecen haberse movido demasiado dentro del mismo, a juzgar por las abismales diferencias que se aprecian entre los cultísimos y archiurbanizados pueblos de Sudamérica y los harto más rústicos y asilvestrados habitantes de Norteamérica.

 

La mejor prueba del carácter estático de los pueblos asiáticos nos la proporciona el pueblo chino, habitante de un extenso país que no parece haber abandonado jamás, a pesar del acuciante problema de superpoblación que ha padecido y padece. Y algo parecido podríamos decir de la nación India, aquejada también de ese mismo problema de desmedido crecimiento geográfico y a pesar de ello reacia a desmembrarse con movimientos migratorios como los que, de manera general, han protagonizado la mayoría de los pueblos de Europa.

 

Hablemos pues, por último, de los pueblos europeos y, muy en particular, de aquellos que habitan en el Occidente de Europa. Hablemos, sí, de la inusitada tradición viajera de estos pueblos a los que vengo postulando en solitario como los más viejos de la Tierra. Con más que sobrados fundamentos. Porque nadie osaría poner en duda que fueron ellos quienes acuñaron el concepto mismo de emigración, cuando -por una parte- los cuatro únicos Imperios colonizadores que han existido en la Historia han sido, por este orden, el español, el portugués, el británico y el francés y, por otra, hasta el término mismo, migración significa Occidente. Que tal es el significado del nombre del Magreb, trasplantado al litoral africano por las mismas gentes del litoral cantábrico que dieran nombre a Mogro o a Mogrobejo...

 

Alguien podría decir que la tradición viajera de los países del Occidente de Europa no se remonta a épocas demasiado remotas. Sí, alguien podría esgrimir este argumento en contra de mi tesis y, naturalmente, se equivocaría. Porque hace nada menos que 6000 años ya está documentada la presencia de pueblos euroccidentales... ¡en China! Y mucho más atrás en el tiempo, en torno a hace 40.000 años, gentes originarias del Occidente de Europa que reverenciaban a la Oca Solar como su divinidad suprema, andaban ya zascandileando por Siberia y tallando figuritas de su diosa con la preciosa materia prima que les proporcionaban los cuernos de mamut....

 

Algo parecido podríamos decir del poblamiento de Australia -obviamente por mar- por parte de unos individuos que realizaban pinturas rupestres, que tenían creencias afines a las de los pueblos de Occidente y que, además, poseían unas rasgos faciales en los que no resultaba difícil reconocer el marchamo de los neanderthales europeos.

 

Por lo que a América se refiere, existen ya pruebas científicas que demuestran que fueron los pueblos del Norte de España los primeros en viajar a ella, no siendo la navegación de los Españoles encabezados por Cristóbal Colón sino una nueva edición de algo que había sucedido, que llevaba sucediendo desde hacía muchos miles de años, teniendo siempre a los pueblos del Occidente de Europa como protagonistas (ver gráfico, fig. 1). Leamos lo que R. Martínez de Rituerto escribiera en el año 2000 en las páginas de El País:

 

Colón partió de España para descubrir América en 1492, pero no fue el primer vecino de la Península Ibérica en pisar aquel continente. Los primeros habitantes de América, culturalmente emparentados con los que pintaron las cuevas de Altamira, llegaron al otro lado del Atlántico hace unos 20.000 años, según el paleoantropólogo Dennis Stanford, director del Departamento de Antropología del Museo de Historia Natural de Washington. Stanford presentó ayer (7-IV-2000) su tesis de que los americanos tienen tatarabuelos ibéricos, en un congreso celebrado en Filadelfia por la Sociedad Americana de Arqueología. "Venían de la Península Ibérica, no de Siberia", dice.

 

Stanford ha dedicado su vida de investigador a buscar a los primeros americanos. La tesis convencional señala que cazadores de mamuts llegaron hace unos 14.000 años a América desde Asia, cruzando sobre los hielos del estrecho de Bering para extenderse, con el paso de los milenios, por todo el continente. El que se tiene como el yacimiento arqueológico más antiguo de Estados Unidos se halla en Clovis (Nuevo México), en el suroeste del país, y siempre se ha trabajado en él pensando que fue un asentamiento de aquellos viajeros asiáticos. Pero si sus ocupantes procedían de Siberia, en Asia debería quedar algún tipo de vínculo.

 

Los restos de Clovis, imposibles de relacionar con Asia, son a ojos de Stanford indistinguibles de los del período Solutrense que, en su momento más brillante, produjo los grabados incisos y el centenar de pinturas de bisontes, caballos, jabalíes y ciervos de Altamira. Lo que ayer defendió Stanford es que los cazadores de Clovis derivan de Cactus Hill, donde se han hallado útiles y puntas que son otro calco del Solutrense ibérico, y que esos colonos de Cactus Hill, los primeros americanos, procedían de la Península Ibérica, convertida entonces en un refugio de los europeos que sufrieron la última glaciación.

 

"Sólo existe una cultura que era capaz de fabricar esas piezas bien pulidas con una tecnología similar: la Solutrense", señala Stanford. Esta cultura fue intensamente explotada por los Cromagnones que habitaron la Península Ibérica hace 18.000 años. En las últimas décadas, los científicos han descubierto en numerosos yacimientos de la Península Ibérica, muestras de esta cultura. Puntas de lanza similares a las norteamericanas de la cultura Clovis, han sido encontradas en cuevas de Cantabria, Andalucía y una amplia zona del litoral mediterráneo.

 

Al margen de las similitudes tecnológicas, Dennis Stanford sostiene que los recientes hallazgos de fósiles humanos en Alaska y en el estado de Washington sugieren que los colonizadores del continente americano proceden de las poblaciones del suroeste de Europa que, paralelamente, también emigraron hacia las áreas más septentrionales de Asia.

 

El paleoantropólogo de la Smithsonian Institution está convencido de que los cazadores y pescadores ibéricos emigraron hacia el norte y el oeste siguiendo el borde de los hielos y que cuando no avanzaban a pie, lo hacían en barca.

 

El científico del Instituto Smithsonian apunta que las poblaciones ibéricas con tecnología solutrense podrían haber tenido los mismos conocimientos de navegación que los actuales nativos del Círculo Polar. De esta forma, apunta que fueron capaces de navegar hasta América, en embarcaciones fabricadas con pieles de animales, aprovechando una meteorología favorable y las fuertes corrientes. "Estos antecesores de los españoles podrían haber cruzado el Atlántico en sólo tres semanas".

 

La Genética rige y determina los comportamientos humanos hasta el punto de que, como acabamos de ver, hayan sido los mismos pueblos del planeta los que, tanto a lo largo de la Historia como de la Prehistoria- han acometido todas las empresas de colonización y de conquista. Un fenómeno que ya en época moderna había de dar lugar al nacimiento de los llamados Imperios coloniales, extendidos por todo el mundo y fraguados en todos los casos por los países de la fachada atlántica, occidental, europea. Lo que prueba que no era sólo la búsqueda de la hegemonía y el poder lo que se ocultaba tras todos esos empeños por llevar la presencia de la Europa Occidental a todo lo largo y ancho del planeta, desde América hasta Asia, pasando por África o Australia. No. Era mucho más que eso. Ha sido el seguimiento de una profundísima llamada atávica el que ha condicionado -y sigue condicionando- el comportamiento de los pueblos euroccidentales, hasta el extremo incluso de que hogaño y una vez consumada la colonización de la Tierra, se está larvando ya la nada remota empresa de exploración del espacio. Y ello, siempre, por parte ora de los Europeos, ora de sus descendientes y afines los Norteamericanos.

 

No está lejano el día en que los países de Occidente establecerán las primeras colonias humanas en los planetas más próximos a la Tierra. Y si ello llega a ser posible, que nadie dude de que ése habrá sido sólo el primer paso de una empresa de conquista del universo que, en el decurso de cientos de miles de años, habrá de llevar la presencia humana hasta los más remotos confines de éste. Porque desde el momento mismo en que los primeros seres humanos abandonaron su viejo solar de las montañas cantábricas, se abrió un proceso que no ha alcanzado ni alcanzará jamás su consunción y que ha sido y seguirá siendo protagonizado por los descendientes más próximos de aquellos hombres que en época paleolítica decidieron salir de su tierra para conocer y conquistar nuevos territorios.

 

¿En qué cabeza humana cabe que puedan haber sido pueblos africanos los que colonizaron la Tierra, cuando -como hemos visto- una de sus características más acusadas es precisamente la de su sedentarismo y su nula vocación y tradición viajera? Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del enorme retraso cultural de todos esos pueblos y de que es conditio sine qua non para que cualquier empresa de colonización o conquista prospere, la de que el pueblo que protagonice ese intento posea un alto y acrisolado nivel de desarrollo intelectual y cultural. Sólo así resulta posible superar todo el cúmulo de riesgos y de imponderables que estos empeños entrañan y que no se reducen, sólo, a la obvia hostilidad de los pueblos que tienen que sufrir y soportar la inopinada llegada de un pueblo extraño, llegado con la intención de someterlos.

 

Si Salustio documenta que todos los pobladores del norte de África eran originarios de la Península Ibérica, si todas las pinturas rupestres africanas son un calco moderno de las españolas, si toda la toponimia africana es de cuño ibérico, si el propio nombre de este continente tiene su origen en el Norte de España, si, en fin, las lenguas africanas no son sino formas harto degradadas de la lengua primigenia hablada en Iberia..., ¿quién me convencerá de que el hombre racional o sapiens ha tenido su cuna en África?

 

Mark Sonkerin, antropólogo de la Universidad de Pensylvania que participó en la elaboración de la teoría de la Eva Negra, tuvo que acabar reconociendo que no existen pruebas que demuestren de forma concluyente que el origen de nuestro primer antepasado común estuviera en África. Y en la misma línea revisionista, Allen Templeton, antropólogo de la Universidad de St. Louis, en Missouri, admitiría que no hay datos que avalen una invasión del homo sapiens desde África, con posterior expansión por el resto de los continentes. En suma que, como reconocen quienes han elaborado el guión científico de la película La odisea de la especie anteriormente citada y como prueba el hallazgo de tres individuos etíopes que hace 150.000 años ya eran idénticos a los actuales habitantes de África, probándose con ello que el resto de la Humanidad no ha podido derivarse de ellos, resulta cada vez más patente que, como clarividentemente escribieran Eugene Harris y Jode Hey, investigadores de la Universidad de New Jersey: La teoría de que África fue la cuna de todos los seres humanos, tiene sus días contados.

 

Todos los antropólogos se empiezan a temer que lo que yo bauticé como el castillo de naipes africano tiene, efectivamente, sus días contados. Lo que quiere decir que, descartadas África y Asia como matriz de nuestra especie, huérfanas como se hallan ambas de evidencias incontestables de la presencia del homo sapiens que posean una mínima antigüedad, todos los indicios apuntan hacia la vieja Europa, por algo conocida desde antiguo como el Viejo continente... Y es en este contexto en el que deben situarse pronunciamientos como éste que reproduzco a continuación, surgido de la pluma de George Constable:

 

Durante la época de apogeo de los Neanderthales, los más antiguos hombres verdaderos vivían ya en algún lugar desconocido de la Tierra. Y ello, piensan algunos antropólogos, tal vez desde hace millones de años. Hasta que hace unos cien mil años los genuinos seres humanos saltaron a la escena evolutiva, bien sea matando a los hombres bestias, bien dejando que perecieran por su propia ineptitud. Pero si el hombre moderno existía desde hacía tanto tiempo, ¿dónde estaba oculto?

 

La respuesta a esta pregunta la tiene Constable en las páginas precedentes. Y la corroboración, en las páginas que siguen.

 

 

Un enclave arqueológico único en el mundo          Inicio

 

Al estudiar, con el lógico interés, los hallazgos efectuados en la Cueva del Castillo datados en torno a 40.000 años, fue a llamarme particularmente la atención un segmento de piedra arenisca totalmente aplanado y al que su autor se afanó en conferir una perfecta forma triangular, rematada en semicírculo por su parte superior (fig. 2). Las paredes de las cuevas del Norte de España y del Sur de Francia están llenas de representaciones de triángulos semejantes -pintados por lo general en color rojo- y nadie ignora ya cuál es su verdadero significado. Aunque algunos ven senos femeninos en ellos, otros -entre los que me incluyo- tenemos perfectamente claro que se trata de triángulos púbicos, pintados en color rojo porque tal era el color predominante del vello y del cabello de nuestros verdaderos antepasados racionales, pobladores de los valles y montañas del litoral cantábrico.

 

El triángulo es una de las más remotas representaciones simbólicas de la feminidad. Porque lo que esta forma geométrica reproduce no es ni más ni menos que esa peculiarísima antesala del órgano genital femenino, poblada por el vello púbico y delimitada por las ingles. Palabra cuyo parentesco con la palabra ángulo me parece ocioso resaltar. El triángulo es y ha sido siempre, pues, sinónimo de mujer, tanto por la razón señalada como por el hecho de que otro de los elementos más característicos del cuerpo femenino, sus mamas, posea una forma cónica cuya única plasmación plástica posible es, precisamente, la triangular. Un triángulo cubierto de vello en la base del vientre y dos conos o triángulos nacidos sobre el pecho, constituyen, pues, argumentos y fundamentos más que sobrados para que en la mentalidad del hombre de la Prehistoria adquiriera forma y fuerza esa ecuación triángulo = mujer que tan inconmensurable trascendencia habría de tener, no sólo en la parcela de las manifestaciones artísticas, sino en todos los órdenes y ámbitos de la Cultura. ¿O es que consideramos accidental el hecho de que el más importante santuario prehistórico que hoy nos es conocido en todo el mundo, el Monte Castillo de Puente Biesgo, fuese establecido en la base de una peña que posee una espectacular factura cónica y, por ende, triangular?

 

Hace muchos años que vengo defendiendo que todas las pirámides erigidas por el ser humano en los albores de la Historia, tienen su modelo y su origen en los impresionantes montes cónicos que salpican el paisaje de la antigua Kantabria. Y hace muchos años, también, que vengo afirmando que todos esos montes de factura cónica y perfil triangular poseen santuarios prehistóricos en sus entrañas, de mayor o menor cuantía. Con independencia de que los accesos a los mismos permanezcan hoy cegados o de que algunos de esos montes se hayan visto brutalmente agredidos con el fin de aprovechar su piedra. Y recordaré, a este respecto, los casos de tres montes cuya destrucción clama al cielo: el primero de ellos, el Monte Hano de la Bahía de Santoña, sobre cuya cumbre existiera un antiquísimo Santuario del que no ha quedado ni una piedra y del que es heredero el Convento del mismo nombre que está situado a sus pies y cuya atmósfera natural es el olor a dinamita y el insano polvo que se desprende de las excavaciones y deflagraciones constantes; el segundo, el Monte Castillo que se encuentra al pie mismo de la Peña Cabarga, a orillas de la Bahía de Santander. Y el tercero, la Peña Castillo ribereña también de la misma bahía y que no sólo ha perdido su antiguo carácter insular, sino también su propia condición de peña de factura cónica. Una iglesia testimonia todavía el antiguo carácter sagrado de esta maltratada peña, identificada en la Antigüedad con la boca de los Infiernos y respecto a la que todavía circulan leyendas que dan fe de la extraordinaria importancia de que gozara en otro tiempo. Todo eso se ha perdido y, como en el caso de los otros dos montes mencionados, nada pervive de cuanto estos inapreciables enclaves sagrados atesoraron en otro tiempo, en la línea de cuanto, venturosamente, conserva todavía el Monte Castillo de Puente Biesgo. Su situación, en una comarca del interior, alejada de la costa, le ha salvado.

 

¿Es una simple casualidad la que ha hecho que tres montes cónicos de los cuatro que acabo de enumerar, respondan al nombre de Castillo? ¿Deben su nombre estas peñas al hecho de que hayan existido castillos en ellas? Ni lo uno ni lo otro. Y buena prueba de ello la propia imposibilidad de erigir un castillo sobre una peña de vértice tan agudo como el Monte Castillo de Puente Biesgo. No podemos introducir ahora esta materia, pero sí considero necesario dejar clara constancia de que la denominación de esta trascendental peña no tiene absolutamente nada que ver con los castillos, estando relacionada con las fábulas prehistóricas que habían de determinar su carácter sagrado. Carácter sagrado del Monte Castillo y carácter sagrado de la totalidad del macizo en el que se integra y cuyo nombre genérico, Dobra, es sinónimo de bueno y de santo en varias lenguas europeas... Lo que no es óbice para que el flanco occidental de este castigado y santo macizo cántabro esté viéndose literalmente devorado por una explotación minera a cielo abierto. Mayor desprecio hacia las reliquias de nuestro pasado, no cabe.

 

En suma, que los barrenos y los cartuchos de dinamita se están cebando en el monte en el que se encuentran algunas de las minas más antiguas del planeta... En el monte junto al que se conserva la colección de grabados prehistóricos más antigua y perfecta que ha llegado hasta nosotros: la de Hornos de la Peña... En el monte en el que fue a aparecer un prodigioso altar consagrado al dios Erudino... En el monte en el que existen varios antiguos castros, residuos de lo que fuera una importantísima población prehistórica... En el monte en el que se encuentra el Santuario paleolítico más importante descubierto en el mundo hasta el presente (y me refiero, naturalmente, al Monte Castillo)... En el monte en el que desde hoy y hasta que se descubra otra más antigua, está documentada la primera muestra de escritura de la Historia de la Humanidad... En un monte, en fin, que posee una riqueza arqueológica fuera de serie y de escalofriante antigüedad, todavía por desentrañar en su mayor parte; una riqueza que cualquier país del mundo envidiaría y daría cualquier cosa por poseer. Cantabria, sin embargo, no la valora. Y porque no es consciente de su enorme valor..., permite que se destruya. Porque parece que no nos entra en el cabeza que el Macizo del Dobra es uno de los enclaves arqueológicos más importantes del planeta. Y como no nos entra, no nos tiembla la mano a la hora de autorizar su destrucción en aras del progreso, convirtiendo lo que debería convertirse en Patrimonio de la Humanidad, en espléndida cantera que nos surta generosamente de minerales que nos permitan elaborar una variada gama de productos químicos...

 

A modo de apostilla, permítaseme subrayar la absoluta fiabilidad de la datación atribuida al triángulo púbico descubierto en la Cueva del Castillo. Justamente porque en este yacimiento, como en otros de la propia Cantabria, se documentan las más completas secuencias arqueológicas conocidas y, por ende, las más fidedignas. ¡Ya quisieran las dataciones que se prodigan por doquier -en yacimientos de tres al cuarto y, más aún, en aquellos en donde no existe secuencia alguna-, ser la décima parte de fiables que las que refrendan a todos los hallazgos efectuados en el Monte Castillo de Puente Biesgo!

 

 

Una piedra de Roseta paleolítica          Inicio

 

El hecho de que en determinadas épocas se haya representado a Dios como un triángulo con un ojo en su centro y rodeado o no por rayos solares (fig. 3), no hace sino corroborar la naturaleza femenina que, desde que el mundo es mundo y hasta hace virtualmente cuatro días, le ha atribuido el ser humano a la divinidad; tanto si se trata del Sol como de la Luna, las dos deidades fundamentales, a la sazón, del hombre de la Prehistoria.

 

Porque el triángulo es sinónimo de mujer y -lo que otrora venía a ser lo mismo- de Diosa, el Arte de la Prehistoria y aun de la Protohistoria están repletos de triángulos, pintados unas veces, labrados otras, e incluso de figuras de contornos femeninos en las que lo único que se destaca es el triángulo púbico. En las ilustraciones que acompañan a estas líneas, podemos reconocer algunas muestras, emblemáticas, de ello.

 

Se halla, pues, fuera de toda duda que triángulo y feminidad fueron en otro tiempo términos equivalentes. Como es igualmente incontrovertible que ese mismo triángulo que representaba a la parte más sagrada del cuerpo femenino, ha sido también sinónimo de divinidad. ¿Cómo dudarlo cuando vemos que, todavía hoy, innumerables imágenes de la madre de Dios están formadas por un manto de forma rigurosamente triangular, sobre el que asoma una diminuta cabeza femenina? Bien es verdad que, en estos casos, el triángulo en cuestión se nos muestra con el vértice hacia arriba y no invertido como aparece en el cuerpo de la mujer, pero es éste un matiz absolutamente secundario, que no modifica en absoluto su carácter. ¿Cómo habría de hacerlo cuando vemos que la representación hebrea de la divinidad solar, de Yabé, es aquella mal denominada Estrella de David que cualquiera de nosotros será capaz de recrear, si se limita a dibujar dos triángulos superpuestos en sentido inverso?

 

La imagen de la Virgen del Olivar, venerada en el Santuario de Estercuel, es un fiel exponente de cuanto vengo sosteniendo, identificada además con un árbol, por razones de profundísimo calado en las que no podemos detenernos en esta ocasión (fig. 4). Aunque es más representativa todavía la imagen de la Virgen del Milagro, patrona de la población catalana de Balaguer. Como podemos ver en la representación correspondiente, la imagen en cuestión nos muestra dos triángulos: los correspondientes a la Madre y a su Hijo (fig. 5).

 

¿Es fruto de la casualidad que la consonante V reproduzca fielmente la forma del triángulo púbico? ¿O que sean virgo, vulva y vagina tres de los términos con que designamos al órgano genital femenino? ¿Es igualmente accidental el hecho de que denominemos Venus -siempre con V- a las recreaciones de la supuesta primera pobladora de la Tierra, representada invariablemente desnuda?

 

Que el triángulo de piedra arenisca exhumado en la Cueva del Castillo (fig. 2) representa el sexo de la mujer, es algo que tienen perfectamente claro quienes han descubierto este auténtico tesoro entre los fértiles sedimentos de dicho yacimiento. Y así lo reconocen, de hecho, en el reportaje de National Geographic cuya reciente publicación me ha permitido descubrir la más antigua manifestación de escritura que hoy no es conocida. He aquí el pie que acompaña a la fotografía y al dibujo del triángulo de piedra arenisca que protagoniza nuestro relato:

 

Signos femeninos:

Hace 38.500 años los cazadores de El Castillo recortaron este segmento de círculo en un canto de piedra arenisca, dándole forma triangular, para grabar en él una serie de líneas profundas que parecen representar el sexo femenino. Este tipo de representaciones se encuentran en antiguos paneles de arte rupestre.

 

Si el lector observa con atención, como yo lo hice, los trazos grabados en el interior de ese regularísimo triángulo que representa el pubis femenino y, por extensión, el sexo de la mujer, podrá apreciar sin dificultad que las líneas en cuestión no tienen nada que ver con la muy característica hendidura que recorre en su integridad la vulva femenina, flanqueada por dos labios enormemente peculiares y de trazos inconfundiblemente ovales. Nada se distingue de todo esto en esa misteriosa inscripción que el ejecutor de esta pieza tuvo todo el interés en destacar, resaltándola como la parte más importante de su obra. El triángulo de piedra juega un papel absolutamente secundario, como mero marco que sirve para encuadrar lo que este remoto escritor = escultor quiso resaltar: los trazos de marras. ¿Una representación del sexo femenino, como sugieren sus descubridores? No, sin la menor duda. Porque quien había sido capaz de modelar una tan perfecta forma triangular, no es plausible que se mostrara tan exageradamente torpe a la hora de pergeñar lo que resultaba más sencillo: trazar una línea central gruesa y otras dos, laterales, algo arqueadas, que insinuasen el contorno de los labios de la vulva de la mujer.

 

Queda, pues, absolutamente descartado que las líneas grabadas en el interior del triángulo pretendan reproducir la vulva femenina. Porque nada tienen que ver con una representación realista de ésta y hemos de deducir que quien tan realista se había mostrado al labrar el triángulo, habría hecho lo propio a la hora de plasmar la parte más importante de su obra: el sexo femenino propiamente dicho.

 

Las líneas plasmadas en el triángulo no reproducen la forma de la vulva, pero lo que sí resulta absolutamente obvio es que quien las grabó de manera tan marcada y manifiestamente deliberada, estaba pensando en ella. Porque, si así no fuera, no se habría tomado la molestia de pergeñar un triángulo perfecto como soporte para su inscripción. Y debo volver a insistir en que triángulo y mujer fueron dos conceptos idénticos en la mentalidad simbólica de nuestros antepasados racionales. A nadie se le habría ocurrido, pues, grabar o pintar en un triángulo algo que no se hallase estrechamente relacionado con la mujer o, como mínimo, con lo femenino.

 

Si los trazos impresos en el triángulo no reproducen la archicaracterística figura del órgano genital femenino y, por puro sentido común, descartamos así mismo que pueda tratarse de una inscripción arbitraria sin relación ninguna con la medalla o amuleto triangular que le sirve de marco, entonces estamos obligados a plantearnos seriamente la posibilidad de que esas misteriosas líneas puedan tener un carácter simbólico y que, por ende, puedan ser una remotísima manifestación de escritura. ¿Escritura hace nada menos que 38.500 años, cuando los primeros indicios de escritura encontrados por tierras del Creciente Fértil asiático en el que desnortadamente se ha buscado la cuna de la civilización, apenas si consiguen alcanzar los ocho mil años de ancianidad?

 

Los propios descubridores del que muy pronto será celebérrimo triángulo de piedra, ya admiten sin ambages que tanto ésta como algunas de las piezas halladas en ese mismo nivel e incluso en otros más antiguos todavía, encierran un claro simbolismo. Lo que viene a ser una forma de admitir que se trata de remotísimas formas de escritura. Puesto que, ¿qué otra cosa es la escritura que la manifestación del pensamiento a través de símbolos convencionales? En este sentido, ya el mero hecho de que el autor de este incuestionable amuleto de piedra le haya dado forma triangular, ya constituye una expresión simbólica y, por consiguiente, una evidencia de escritura. Porque ese remotísimo escriba utiliza un símbolo, el triángulo, cuyo significado era perfectamente conocido por todos. Recurre, pues, a un símbolo convencional, esquemático, para expresar una idea, lo que constituye la esencia misma del concepto de escritura. Del mismo modo que, en otras épocas, el mero hecho de dibujar una A ya se identificaba con el Alba de la Humanidad, con el inicio de la vida. O que la plasmación de la letra omega suponía una referencia inequívoca al Océano y al antiguo final del mundo conocido en el que el Sol moría cada día al anochecer. Y de ahí que la letra omega mayúscula, como descubrí y publiqué hace ya muchos años, reproduzca fidelísimamente la silueta del Astro Solar en el momento de ocultarse tras la línea del horizonte.

 

Las letras alba o alfa y omega eran, pues, sinónimos de principio y de final y bastaba reproducirlas para que cualquiera fuera capaz no sólo de identificarlas, sino también de comprender todo el auténtico universo que se ocultaba detrás de ellas. Eso es escritura químicamente pura y ése es exactamente el mismo recurso al que apeló el autor de nuestro amuleto, al dar forma de triángulo a la pieza sobre la que grabó su enigmática y trascendental inscripción. Porque su triángulo significaba mujer o, para ser más precisos aún, vulva. Y eso es lo que quiso expresar y transmitir al molestarse en trabajar una piedra hasta conseguir darle esa forma triangular tan perfecta. Porque con esa V de piedra ya estaba dejando perfectamente claro que su pensamiento estaba puesto en el órgano sexual femenino. Del mismo modo que si hubiese invertido esa misma piedra, situando su vértice hacia arriba, habría seguido refiriéndose a la mujer pero no ya en el plano de su sexualidad, sino en el de su papel como propiciadora de la vida. Y es que la letra A, con la que nuestros antepasados evocaban el comienzo de la vida -y de ahí su presencia en el crismón de los cristianos- no deja de ser otra cosa que un simple triángulo. Lo que viene a confirmar la estrechísima relación que existe entre la no por casualidad primera letra del alfabeto..., y la mujer. Porque A equivale a principio de la vida, y mujer es sinónimo de creadora de vida. Lo que explica el porqué de que conozcamos con el nombre convencional de Afrodita a la supuesta primera mujer de la Tierra, madre común de todos los seres humanos. Del mismo modo que los antiguos pueblos cantábricos denominaron Alba, siempre con A, a esa misma mujer, cuyo nombre, corrompido por la lengua hebrea, acabaría convirtiéndose en Eva. Y ya muy modernamente, vemos que a esa misma figura mítica identificada con la madre de la Humanidad, da en denominársela Venus, recurriéndose en este caso a un nombre cuya letra inicial, la V, vuelve a reproducir un triángulo aunque en esta ocasión invertido y con una prístina alusión al órgano sexual de la Diosa a la que se atribuía la generación de la Vida. Obsérvese, una nueva V..., un nuevo triángulo.

 

El autor del prodigioso amuleto = medalla de piedra arenisca exhumado en Puente Biesgo, no sólo demuestra poseer una mente simbólica, sino que va muchísimo más lejos al recurrir a la utilización de un símbolo archiconocido por todos sus coetáneos y antepasados y cuya simple posición, alzada o invertida, establecía ya dos importantes matizaciones en su significado. Si el triángulo miraba hacia abajo, el sexo femenino. Si miraba hacia arriba, el nacimiento de la vida. En ambos casos, como vemos, la Mujer. En ambos casos, admirablemente, el culto a la mujer dispensado por los hombres de todas las eras y que ha convertido a ésta en la protagonista indiscutible -y a enorme distancia de cualquier otro ser u objeto- de la historia del arte universal. Precisamente porque el Arte -hoy, ayer y siempre- ha sido mayoritariamente ejecutado por hombres, por adoradores de la mujer como demuestra serlo este artista que hace 38.500 años nos legó esta primera manifestación de escritura que hasta la fecha nos es conocida.

 

Pero a ese escriba = grabador de la Prehistoria no le bastó con modelar un triángulo con el propósito de reproducir el símbolo convencional de la sexualidad femenina. Si sólo hubiera hecho esto, ya nos habría legado escritura, pero en este supuesto se contarían por millares todas las palabras que nos ha legado el Paleolítico Superior, en forma de pinturas de triángulos, de manos, de estrellas o de animales que, ocioso es decirlo, constituyen el precedente de la escritura jeroglífica egipcia. No, si lo descubierto en la Cueva del Castillo fuera un simple triángulo, aun siendo válido cuanto ha quedado escrito en las páginas precedentes, no incurriría yo en la torpeza de presentarlo como la primera manifestación de escritura. Aunque pudiera serlo. No. Si afirmo que la piedra en cuestión contiene la más antigua manifestación de escritura conocida hasta la fecha es porque, efectivamente, lo que aparece acentuadamente grabado en el interior del triángulo de piedra..., ¡es una palabra! Y una palabra concretísima, perfectamente reconocible y con un significado obvio que podemos documentar, aún, en las más antiguas lenguas del planeta y, muy especialmente, en aquellas que más fieles han permanecido a la antigua habla cantábrica, trasladada por los cromagnones del Norte de España y del Sur de Francia a todos los rincones del globo.

 

En efecto y cual si de una auténtica piedra de Roseta paleolítica se tratara, el amuleto en el que aparece escrita la más antigua palabra que nos es conocida hasta la fecha, no se contenta con reproducir el aparato genital femenino, sino que va muchísimo más lejos al ser la palabra que aparece grabada sobre él la raíz del término con el que lenguas de todos los continentes han denominado al sexo de la mujer a lo largo de milenios. No se trata sólo, pues, de que el autor de este objeto recurriera a un símbolo convencional como es el triángulo para evocar a la mujer. No, el asunto es mucho más hermoso y grandioso que todo eso, porque este minucioso artífice dejó escrita sobre esa piedra triangular tan magistralmente modelada, la palabra con la que nuestros ancestros, por espacio de decenas de miles de años, designaron al órgano sexual femenino y, por extensión, a la propia mujer... y a la divinidad femenina a la que adoraban como autora supuesta de la vida. ¿O es que acaso el milagro de la vida no había tenido como principalísima protagonista a la vagina y a la vulva de la mujer? ¿No es un hecho incontestable que la generación de la vida se produce en el aparato genital femenino? ¿No es y ha sido siempre ésa la parte más sagrada, reverenciada, anhelada... y, consiguientemente, protegida del cuerpo femenino? ¿No es absolutamente lógico, por primario que hoy pueda parecernos, que la valoración de la mujer por parte de los hombres se haya centrado inicialmente en su órgano sexual, extendiéndose más tarde a todos sus restantes valores y atributos? Quien desconozca estos principios no podrá comprender jamás los mecanismos intelectuales de nuestros más remotos antepasados racionales y, desconociéndolos, no llegará nunca a entender la forma como se ha producido la evolución intelectual del ser humano. Porque el culto a la mujer ha sido la auténtica fuerza motriz del desarrollo intelectual masculino, del mismo modo que, en otro orden de cosas, el afán por representar la belleza femenina ha hecho posible el progreso constante e imparable de las artes plásticas, obsesionadas por reproducir de manera cada vez más precisa, los que para los hombres de todas las épocas han sido los mayores prodigios de la Naturaleza: la belleza de la mujer y su capacidad para engendrar la vida. Sin la existencia de la mujer y sin la veneración que los hombres de todos los tiempos hemos sentido hacia ella, la Humanidad no habría alcanzado jamás el grado de desarrollo intelectual que hoy posee y que a tan escalofriante distancia le ha situado de todos los demás seres vivos que con ella comparten nuestro planeta.

 

 

El "Alfa" y el "Omega"          Inicio

 

Si los fósiles, el ADN, las palabras, los mitos, las más viejas fuentes históricas e incluso el arte están proclamando a gritos que el ser humano y la civilización nacieron en el Norte de España y en el Sur de Francia, parece lógico y justo que puesto que los países occidentales se resisten a reconocer y a consagrar todos estos hechos, seamos los propios interesados quienes procuremos, cuando menos, su difusión y desarrollo. Y todo ello en aras, simplemente, del rigor científico y del afán por descifrar la verdad de nuestro pasado. Una verdad que permanece enterrada hoy bajo toneladas de errores de interpretación, de lecturas sesgadas, de fraudes descarados y de falsificaciones y mentiras asentadas sobre el más sólido de todos los cimientos: el de los intereses económicos.

 

A lo largo de la historia de la Humanidad, todas las culturas hegemónicas se han propuesto, con mayor o menor fortuna, como matrices del ser humano y de la civilización. La sucesión de cunas de la Humanidad se ha hecho, así, interminable, habiendo pesado siempre más los sentimientos e intereses nacionalistas o raciales, que el puro y escrupuloso espíritu científico por esclarecer el anacrónico enigma de los orígenes de nuestra especie.

 

La reconstrucción de la primera historia del hombre se ha convertido así, al tener que poner en entredicho tantas y tantas falsedades como ha consagrado la Historia, en uno de los asuntos más conflictivos y polémicos. Sobremanera una vez que la Antropología ha acuñado el nuevo dogma de la africanidad del ser humano, dando por sentado que todos los antropoides han tenido su cuna en el más inhóspito de todos los continentes del planeta, salvedad hecha de la Antártida.

 

Sin embargo y si los millares de huesos de homínidos africanos les dejasen ver a los antropólogos el bosque de nuestro pasado, hace ya tiempo que habrían caído en la cuenta de que la tesis de la supuesta africanidad del homo sapiens falla por su propia base, huérfana de todo refrendo histórico, de lógica y, por supuesto, de la más elemental evidencia.

 

Del hombre de Neanderthal, el menos irracional de todos los homínidos, no existe ni rastro en África. Y del de nuestro antepasado directo el hombre de Cromagnon, una huella levísima que ni remotamente puede compararse ni en antigüedad ni en intensidad con la que se ha descubierto en Europa. Lo que no va a ser óbice para que ciertos especialistas estén tratando de acreditar unos supuestos restos africanos del homo sapiens, con más de cien mil años de antigüedad. Restos que pertenecieron a unos individuos que se hallaban mucho más próximos a los homínidos más evolucionados que a los genuinos sapiens. Y ello reza exactamente igual para todos los individuos descubiertos en Palestina y en los que algunos, con intenciones muy fáciles de adivinar, quieren ver a nuestros primeros ancestros plenamente racionales. Como si no estuviera ya perfectamente claro que cualquier hallazgo de nuestros verdaderos antepasados, tiene que verse necesariamente homologado por esas creaciones artísticas que son las que, por encima de todo, constituyen la marca de fábrica de nuestra especie.

 

Si como reza el dicho popular, el movimiento se demuestra andando, la verdadera racionalidad en cualquier ser vivo sólo se demuestra creando. Racionalidad es sinónimo de creatividad y por mucho que traten de confundirnos quienes se empecinan en presentar como hombres modernos a homínidos más o menos evolucionados descubiertos en África y en Palestina, lo cierto es que los yacimientos con manifestaciones artísticas dignas de tal nombre, brillan esplendorosamente por su ausencia por dichos pagos. Nada en África y nada en Palestina ni en todo el Oriente Cercano, hasta que la cultura neolítica eclosiona en éste con fuerza inusitada y de forma totalmente inopinada..., evidenciando que se trataba de una cultura novísima, modernísima, importada de otra región de la Tierra. Porque, ¿en qué cabeza humana cabe que pueda surgir una cultura prodigiosa en una zona que se encuentra dramáticamente huérfana de sustrato cultural? La cultura no nace por generación espontánea, sino que es el resultado de larguísimos procesos de maduración y de aprendizaje que no se miden ni en siglos, ni en milenios, ni siquiera en decenas de milenios. Porque se requiere de centenares de miles de años de sedimentación cultural para que se produzcan milagros como Altamira o el Monte Castillo. Sin ese período de aprendizaje, sin ese larguísimo proceso de experimentación, resulta sencillamente inimaginable que puedan florecer, absolutamente de la nada, civilizaciones como la mesopotámica, la egipcia, la griega o la romana. De donde se deduce que careciendo estos cuatro países de raíces culturales profundas, cae por su propio peso que el milagro de su explosión cultural sólo puede deberse a un fenómeno migratorio similar al que, hace sólo cinco siglos, hizo posible que la América precolombina pasase, de la noche a la mañana, de la Prehistoria a la Edad Moderna.

 

En efecto, lo sucedido en América tras la arribada de las caravelas españolas hace sólo 500 años, es un calco fidelísimo de lo que unos cuantos milenios más atrás aconteciera en todos y cada uno de los países a los que acabo de referirme: Mesopotamia, Babilonia, Egipto, Grecia, Creta, Roma, Palestina... Países que pasaron, de golpe, del Paleolítico Inferior... ¡al Neolítico y/o a la Edad de los Metales!

 

¿En qué cabeza humana cabe -vuelvo a preguntar- que pueda haber nacido la escritura en el ámbito de la antigua Mesopotamia cuando el Paleolítico Superior brilla clamorosamente por su ausencia en esa región? ¿Aprendieron los seres humanos a escribir por inspiración divina? Porque de no haber sido por esta vía, ya me dirán ustedes cómo es posible que los cuatro brutos que poblaban el manido Creciente Fértil de hace diez o doce mil años hacia atrás, pudieran haber sido capaces de violar todas las leyes de la evolución, pasando directamente de labrar burdas herramientas de piedra a realizar escritos primorosos sobre papiros, madera o arcilla.

¿Cómo es posible que este tipo de razonamientos, inspirados en el más elemental sentido común, no se hayan hecho jamás en la modernísima historia de la Arqueología? Porque, si se hubieran realizado, la hipótesis de la filiación asiática de la Civilización se habría venido estrepitosamente abajo un segundo después de haber sido formulada. Y es que esa hipótesis sólo podía mantenerse en las épocas, cercanísimas, en que se atribuía a nuestra especie una antigüedad de alrededor de 5000 años, creyéndose a pies juntillas que fue por aquellas fechas cuando Dios decidió crear al ser humano a su imagen y semejanza...

 

La obsesión por descifrar nuestro primer origen acompaña a la especie humana desde los albores mismos de su racionalidad. Por eso la obsesión por reproducir el órgano genital femenino y por eso, también, esa fijación por la representación de formas triangulares que, como hemos visto y a tenor de su posición, eran identificadas con la divinidad y con el inicio de la vida (vértice hacia arriba) y con el sexo de la mujer y su función generatriz (vértice hacia abajo).

 

En uno de los grabados antiguos que ilustran estas páginas (fig. 3), vemos cómo el Sol = Dios aparece representado como un triángulo, al pie del cual puede leerse la leyenda "A ME VITA". Aquí aparece obvia, pues, la identificación de Dios con el triángulo y de ambos con la generación de la vida. Dios y Sol son, pues, conceptos idénticos y si a ambos se les representa con forma de triángulo, cae por su propio peso que sólo puede ser por mor de la relación establecida entre el triángulo púbico y el alumbramiento de la vida. Porque la forma esférica del Sol descarta cualquier parentesco del Astro Rey con el triángulo y sólo la silueta triangular, cónica, de las montañas, establece alguna posible relación entre el concepto de divinidad y esa forma geométrica que denominamos triángulo. Pero incluso en este caso, hemos visto que la propia veneración rendida por los seres humanos a las montañas venía dictada por su semejanza de forma con los senos de la mujer...

 

Es evidente, pues, que la forma triangular como representación convencional de la divinidad, tiene su raíz en la mujer. Y que, aunque la mayoría de las deidades más modernas sean masculinas, todos sus precedentes prehistóricos, sin excepción, son femeninos. Dios y Mujer son términos equivalentes y de ahí que las representaciones medievales del Pantocrátor aparezcan encerradas en unos cercos de contornos inconfundiblemente ovales que nada tienen que ver con las mandorlas o almendras con que hoy se les relaciona y todo, por el contrario, con la forma archicaracterística de la vulva femenina. Y uno de los innumerables ejemplos que podríamos aducir en este sentido es el soberbio Pantocrátor de Sant Climent de Tahull, en el Pirineo catalán, cuya identificación con el Sol es tan aplastante que, para que no quepa la menor duda, una de las manos de Dios sostiene un libro en el que puede leerse, en latín, Yo soy la Luz del Mundo (fig. 6). De donde se desprende que siendo obvio que el Sol es la Luz que ilumina nuestro planeta, no cabe la más mínima duda de que, para nuestros antepasados, el Sol y Dios eran exactamente el mismo ser. Relacionado, por supuesto, con el Alumbramiento o Alba de la vida. Y de ahí que la figura del Creador aparezca flanqueada por el Alfa y el Omega en su prodigiosa representación del ábside de Tahull. Porque el Alfa es el Alba o Principio -de ahí el nombre de la Aurora- y el Omega representa al Final... y de ahí, Ocaso.

 

Como podemos constatar en la ilustración de uno de los Beatos que acompaña a estas líneas (fig. 7), la figura del Creador se nos muestra portando la letra Omega en una de sus manos. Pero, más fiel a la verdadera lectura de estos símbolos y destacando el protagonismo de la letra A, vemos cómo al Alfa se le otorga un papel preeminente en ese dibujo, al aparecer con la imagen de la divinidad recogida en su seno. Más claro no se puede decir que la consonante A es sinónimo de Alba o Inicio. Obviamente, de inicio de la vida. Y quien dice de principio, dice también de apertura... Porque el hecho de que el cuerpo femenino se abra para acoger al falo masculino o para alumbrar a un nuevo ser, produjo la virtual equiparación de ambos conceptos: alba (comienzo) y abrir.

 

No tiene, pues, nada de casual el hecho de que nos encontremos con una soberbia A mayúscula en un amuleto de hace cuarenta mil años que representa al aparato genital femenino. A la puerta de acceso al cuerpo de la mujer. De donde resulta que, por mor de esa vinculación de la A con aberturas y agujeros, se han formado -en castellano y en todas las lenguas- palabras como éstas:

 

acceso  -  abrir  -  apertura  -  agujero  -  ano  -  anillo  -  aro  -  areja ( > oreja)  -  antro (gruta)  -  antrar ( > entrar)  -  ástrago (umbral, acceso)  -  hastial  -  aspillera  -  aspeleos ( > speleos = gruta)  -  amígdalas  -  anginas  -  ambligo ( > ombligo)  -  axila  -  aduana  -  ata (puerta)

 

La vida se forja en la Tierra a través de una abertura del cuerpo de la mujer y, paralelamente, la vida llega a la Tierra a través de una angosta escotilla o aspillera abierta en la bóveda celeste. Tal es el punto fundamental del Mito de la Creación que he rescatado del olvido y reconstruido en toda su magnitud a lo largo de veinte años de investigación. Y es que fue creencia generalizada en la Antigüedad, la de que el Alba de la Vida había tenido como escenario a la Península Ibérica. A un lugar muy concreto del litoral cantábrico. Allí se había producido la arribada de la vida, procedente del Cielo. Allí se había iniciado la historia de nuestra especie. Por eso las peregrinaciones al Occidente... Por eso Compostela... Por eso Tartesos... Por eso la obsesión sarracena por Al Andalus... Por eso tantísimas otras cosas que acudirán fácilmente a la mente de quienes me leen... Por todo ello, en fin, y porque nadie dudaba de que el acceso al Más Allá que había hecho posible el nacimiento de la vida, se hallara en el contexto geográfico señalado, a partir de la palabra acceso y de la convicción de que para que la vida naciera sobre la Tierra se había tenido que producir la castración o muerte del Sol, llegaría a tomar forma la palabra Accidente... de la que, como resulta absolutamente obvio, el término Occidente no es sino una leve variante, modernísima por otra parte. Y ocioso es decir que la llegada de la vida a través de ese exiguo portillo que se abría sobre un punto preciso del litoral cantábrico, llegó a constituir la acción por antonomasia, emulada cada vez que al tener acceso los hombres al interior del cuerpo femenino, se recrea el episodio del nacimiento de la vida. Por eso seguimos recurriendo a la locución hacer el amor... Obviamente, con A.

 

La figura del crismón, no descifrada jamás hasta nuestros días, no es sino una lectura más de todo este asunto. Por eso es preceptiva en él la presencia del Alfa y del Omega. Y por eso, también, la letra X que básicamente lo configura, resulta ser la consecuencia de la unión de dos triángulos por sus vértices. De donde resulta que el crismón funda todo su simbolismo en la misma forma geométrica que diera origen a la Estrella de David: dos triángulos contrapuestos (fig 8). Dos triángulos cuya relación con el nacimiento de la vida es tan obvia como para que en un viejo libro español nos encontremos con un crismón a cuyo costado aparece escrita la palabra Genesius, obviamente relacionada con el Génesis y con la génesis de la vida (fig. 9). Y en cuanto a que el crismón o chrismón sea el símbolo de Christo, véase otra de las ilustraciones que aporto en la que se demuestra que los pueblos de Celtiberia ya reproducían crismones hace mucho más de dos mil años (fig. 10).

 

Hago notar, por cierto, que en el mismo grabado en que vemos al Sol representado con forma de triángulo, aparece reproducida también la Estrella de David configurada por dos triángulos. En medio de ellos, el alado dios Hermes tras el que se esconde una de las infinitas interpretaciones de la figura del hijo del Sol (fig. 3).

 

Aunque no he conseguido saber en qué monte de Galicia se encuentra, supongo que por mantenerlo su descubridor en el más absoluto secreto, aporto también como ilustración de estas líneas una pieza arqueológica de un valor inconmensurable y que clama verdaderamente al cielo se encuentre expuesta a la interperie y a la acción de cualquier vándalo que decida cebarse en ella, en lugar de hallarse celosamente custodiada en un museo. Se trata de una enorme piedra -cuyo tamaño podemos deducir por el helecho que tiene a sus pies-, que tiene, una vez más, una clara y rotunda forma triangular. Reaparece, pues, el triángulo en nuestro relato, presidido en este caso por una barbada y primitivísima cabeza que algo sugiere respecto a la antigüedad de este impresionante y hoy ignorado tesoro (fig. 11). ¿A quién corresponde esa cabeza, que aparece rematada con una corona vegetal? Desde luego, huelga decirlo, no se trata de una representación de Cristo. ¿Por qué, entonces, la corona? Porque aunque lo hayamos olvidado y no mostremos demasiado interés por recordarlo en libros como el Poema de las Habidas de Jerónimo Arbolanche, publicado en 1566, esa corona vegetal que fuera confudida más tarde con una corona de espinas, era el símbolo o distintivo del supuesto primer poblador de la Península Ibérica. O lo que es lo mismo y en el sentir de los antiguos pobladores de Iberia, del primer poblador de la Tierra. De donde se deduce que lo que ese enorme triángulo pétreo representa es al Sol, identificado desde que el mundo es mundo con el Autor de la Vida. Léase, con el Creador. Dicho de otro modo y con otras palabras, ese dios de facciones poderosas y nórdicas que encontramos representado en un piedrón perdido en un monte de Galicia, es exactamente el mismo Pantocrátor que hemos encontrado representado en el ábside de Tahull, dos, tres o cuatro mil años más tarde. Y la posibilidad de que alguien pudiera haber falsificado esta piedra debemos descartarla, porque está proclamando a gritos su autenticidad. Así lo prueban las impresionantes facciones de esta imagen del Sol o del Creador, y así lo corrobora la presencia de esa corona vegetal cuyo significado no conoce persona alguna de nuestra generación. Es imposible, pues, que nadie pueda haber falsificado esta pieza, porque hasta el momento de publicarse estas líneas, nadie sabía en España cuál es el significado de ese tipo de coronas dispuestas sobre las cabezas de las antiguas divinidades. Del mismo modo que tampoco se conocía cuanto aquí está quedando escrito y publicado por vez primera respecto al profundísimo significado de la forma triangular, elevada a su más colosal expresión en la construcción de las pirámides egipcias. Una prueba más a sumar a todos los millares que prueban que los antiguos Egipcios eran originarios del Occidente de Europa y, mucho más precisamente, de ese Norte de España en el que se cuentan hasta ¡seis! ríos que comparten el mismo nombre que el río Nilo...

 

Si todo lo indicado descarta de raíz cualquier sospecha respecto a la autenticidad de la impresionante piedra triangular gallega a la que me vengo refiriendo, el hecho de que aparezca labrada en altorrelieve en ella un extraño anagrama formado por las letras A, O y V, constituye la prueba concluyente de que nos encontramos ante la figura del Pantocrátor más antigua que se conoce en el mundo y cuya edad, lamentablemente, no podemos medir, pero sí deducir elevadísima. A mi juicio y sin ningún género de dudas, muy superior a 3000 años, siendo perfectamente posible que pudiera alcanzar e incluso superar esa cifra. Máxime cuando vemos que esas tres letras que aparecen labradas debajo de la cara del Creador, resultan ser las mismas que vienen protagonizando nuestro relato desde su inicio mismo: A, O, V. Léase, dos triángulos y un círculo. Léase, dos maneras distintas de representar al Sol. El triángulo (la A y la V) de una forma simbólica, y el círculo (la O) como representación realista y fiel de la silueta de la estrella solar.

 

¿Será necesario insistir en que esas A - O que vemos esculpidas en el pecho del dios solar, son exactamente las mismas que las Alfa y Omega que preceptivamente acompañan a las figuras del Pantocrátor en todas sus representaciones medievales? ¿Será necesario insistir en que esas A - O simbolizan el Inicio y el Final de la Vida? ¿Será necesario insistir en que esas A - O suponen la enésima prueba de la extraordinaria antigüedad de toda esta interpretación de los orígenes de la vida que estoy rescatando del olvido en este segundo número de la revista Los Cántabros?

 

La O representa al Sol, pero también al Océano al que convencionalmente dibujaron nuestros antepasados como un círculo. Por eso fue Zerkúlea uno de los viejísimos nombres, hoy perdidos, de la también llamada Mar Ozeána u Océano Kántabro. Y no se pierda de vista que estamos hablando de una escultura labrada en Galicia...

 

No me pronuncio respecto a la V que completa este anagrama del Dios Solar o del Dios Océano, porque más allá de su incuestionable relación con el origen de la Vida, todo cuanto dijese sobre ella carecería de base probatoria y tendría el carácter de simple elucubración. Aunque bueno será decir que vida es una voz romance que hunde sus raíces en la voz baska biz que comparte el mismo significado. Y digo esto porque en la palabra biztoria, derivada como vemos de biz = vida, tiene su origen un término de colosal trascendencia y cuyo significado rubrica cuanto está quedando plasmado en este escrito: Historia.

 

 

Una "A" con 38.500 años          Inicio

 

Si observamos con atención el segmento de piedra arenisca descubierto en la Cueva del Castillo (fig. 2), veremos que lo que aparece grabado en el centro del mismo es una A como las que acabamos de reconocer en manifestaciones artísticas infinitamente más modernas. Más modernas, sí, pero que tienen el denominador común con ella de encerrar referencias inequívocas al nacimiento de la vida. Es decir que cuando acabamos de encontrarnos en Galicia con un triángulo de piedra que representa al Autor de la Vida y en el que aparecen labradas una A y una V fundidas del mismo modo que suele estarlo la salutación pía AVe María, vemos que la A aparece, obvia, en este grabado de 38.500 años de antigüedad, en tanto que la V resulta no menos patente, al ser el marco dentro del cual la A ha quedado bella y elocuentemente encuadrada. Tenemos, pues, la A y la V. Sólo nos falta la O, léase el círculo. Bueno, eso de que nos falta es sólo un decir, porque el autor de esta auténtica maravilla ha querido dejarnos muy claro que el triángulo en el que él estaba pensando, no sólo representaba el sexo de la mujer, sino también, y sobre todo, a la Diosa Solar de la que se suponía hija a la primera pobladora de nuestro planeta. No es el triángulo púbico, pues, de una mujer indeterminada el que el artista de la Cueva del Castillo reproduce. En absoluto. El sexo en el que este antiquísimo escultor-escritor está pensando, es el de la Diosa Madre Solar de la que, como todos los seres humanos a lo largo de la Prehistoria y de la Protohistoria, se consideraba hijo y descendiente.

 

Es cierto que el autor del triángulo púbico de El Castillo no ha grabado un círculo en su obra, pero no es menos cierto que le ha dado forma circular por su parte superior y que hasta la persona más abstrusa sabe que ese triángulo que él ha reproducido, al aparecer rematado en forma circular, demuestra ser una porción de un círculo. No está el círculo completo, es cierto, pero éste está sobrentendido y, por decirlo llanamente, cae por su propio peso. Cualquiera entiende, pues, que ese triángulo hallado en Puente Biesgo es una parte de un círculo, similar por cierto a aquellas con las que hoy suele representarse los porcentajes de votos obtenidos por cada formación política en las convocatorias electorales. Y cualquiera comprende, así mismo, que el hecho de que se haya otorgado tal protagonismo a la letra A, grabada en el centro mismo del triángulo, sólo puede deberse al deseo de conferirle a la primera de las letras del alfabeto, el mayor relieve posible. La misma intención que, como hemos visto, alentase en el escultor que nos legó esa prodigiosa imagen del Creador del Mundo perdida en un monte de Galicia y en la que la A ha sido destacada de tal modo que acapara todo el protagonismo de la pieza. Protagonismo que volvemos a descubrir en esa A extraordinaria, pintada varios miles de años más tarde en uno de los Beatos medievales y que permanece absolutamente fiel al espíritu que ya se pone obviamente de manifiesto en el triángulo púbico de la Cueva del Castillo. Es verdaderamente asombroso.

 

Más asombroso, sin embargo, que cuanto antecede, es el hecho de que sin alejarnos del propio ámbito cantábrico en el que nos encontramos y en otra cueva tan señalada como la de El Pindal, en la linde entre Asturias y Cantabria, aparezca reproducido un soberbio bisonte en cuyo centro figura pintada una A ((fig. 12). Una A cuyo trazo central aparece incompleto, bien es cierto, pero que no por ello deja de ser lo que es. Porque ya en el alfabeto ibérico descubrimos una A idéntica a la que preside la figura del bisonte de El Pindal, habiendo sido identificada con el sonido GA = KA por Grotefend y Zóbel en los años 1844 y 1878 respectivamente. De donde se deduce que al bisonte en cuestión, su autor le denomina GA o KA en la época en que pergeñó su obra hace la friolera de 20 a 25 mil años... Con la particularidad de que, como hemos visto, Okan = Kan es uno de los remotos nombres cantábricos del Sol, identificado con el Ocaso y con la región, Kantabria, a la que hasta hace literalmente cuatro días se ha identificado con el final de la Tierra. Y digo lo de que hace cuatro días porque, para nuestro asombro, todavía Tertuliano denomina Últimos Confines a los litorales de Asturias y de Cantabria...

 

Con todo lo cual estoy desvelando, por vez primera, uno de mis grandes secretos. Los bisontes que aparecen grabados o pintados en la cuevas cantábricas no son potenciales piezas de caza que el hombre del Paleolítico dibujaba para poder realizar su montería de manera más propicia. En absoluto. Éste es uno de los infinitos disparates que se han acuñado en el afán por tratar de dotar de un significado a la bóveda polícroma de Altamira, sin tener ni la más remota idea respecto a la manera de pensar y de sentir de aquellos que ejecutaron esa portentosa obra. Los bisontes son representaciones del Sol y constituyen el precedente de los toros a los que posteriormente se rendiría el mismo culto del que habían disfrutado sus antecesores del Paleolítico. Bisonte, pues, es sinónimo de Sol y de ahí el que el sitio elegido para realizar su obra cumbre por el genio que pintó los bisontes de Altamira, fuera precisamente la bóveda de la cueva (fig. 13).

 

Tengo que recordar que los antiguos Egipcios estaban persuadidos de que sus almas, tras producirse el tránsito de la muerte, volaban o nadaban hacia el País del Ocaso metamorfoseadas en ocas. Y que ese viaje de retorno que realizaban al solar occidental de sus antepasados, lo emprendían con el fin de morar en compañía de su dios supremo Kan = Gan = Jan = Jem, denominado por ello El Señor de Occidente. Y estamos hablando, obviamente, de aquel al que la toponimia de Cantabria recuerda todavía en enclaves como Gama, Cuenca Jen o todos los Picos Jano a los que, prodigiosamente, caracteriza el hecho de tener un diseño cónico = triangular absolutamente perfecto. No cabe duda, pues, de que seguimos hablando del triángulo. No cabe duda, pues, de que seguimos hablando de la divinidad. Porque la A del bisonte de El Pindal es, obviamente, un triángulo, y si nos tomamos la molestia de rastrear la huella que ha dejado esta forma geométrica en el alfabeto ibérico, descubriremos atónitos que son varias las letras en las que interviene y que el sonido GO = KO, gemelo del GA = KA al que acabo de referirme, se representa con dos triángulos contrapuestos idénticos a los que diseñan la figura de la X. Así lo descubrió López Bustamante allá por el año 1780. Ga = Ka / Go = Ko no es, pues, sino una de las remotas denominaciones del Sol..., de Dios. Por eso están llenos los paneles con pintura rupestre de las cuevas de la Península Ibérica, de triángulos contrapuestos como los que dieron origen a la letra X en nuestro alfabeto (recuérdese, símbolo de Xristo), a la sílaba go = ko en el alfabeto ibérico y, en fin, a todos esos idolillos neolíticos y eneolíticos que, como digo, tanto se prodigan por la geografía española y entre los que, a título de muestra, he elegido unos para ilustrar estas páginas (fig. 14). Se trata de los ídolos de Zarza-Alange, en la provincia de Badajoz, obviamente identificados con la divinidad... y con la mujer.

 

Una A idéntica a la que preside la figura del bisonte de la Cueva del Pindal (y a la que infantilmente se ha identificado con una flecha), es la que expresa el sonido ga = ka en el alfabeto ibérico. Y acabo de afirmar que al pintar esa letra en el centro mismo del bisonte, lo que su autor se limitó a hacer fue escribir la palabra que designaba a ese mismo animal. Exactamente el mismo comportamiento por el que todavía nos regimos cuando acompañamos fotos, dibujos e ilustraciones con un texto con el que desvelamos, aclaramos o refrendamos lo que esas imágenes representan. Bien, pues para desbordar nuestro asombro y probar abrumadoramente que la escritura nació en la antigua Kantabria, hermanada siempre con Asturias, resulta que un derivado de ka, ko-kor, es una de las denominaciones baskas del bisonte. Lo que demuestra que cuando se pintó el bisonte en cuestión hace veinte o veinticinco mil años, no sólo se conocía ya a este animal con ese nombre, sino que existía la palabra monosilábica que lo designaba. Esa palabra era GA = KA y, por ende y con toda coherencia, fue pintada por su autor en el lugar más destacado de toda su composición. Y ocioso es decir, a partir de ese viejísimo nombre euskérico de los bisontes o ko-kor, de dónde procede el término castellano coco, referido justamente a un ser más o menos temible o, incluso, terrorífico. Y he aquí uno de los millones de pruebas que podría aportar respecto a la filiación euskérica de la lengua castellana y respecto a la enorme antigüedad de esta última lengua, varias veces milenaria, a la que los políticos y filólogos riojanos ningunean hasta el extremo de pretender hacerla nacer hace mil años y... ¡además!, en su territorio. ¡Patética ignorancia, patético provincianismo español!

 

Como acabo de escribir y es perfectamente conocido, toros y vacas fueron los sucesores de los bisontes una vez que estos animales se vieron exterminados en su viejísimo feudo cantábrico. A partir de ese momento, quienes antes habían adorado a este animal, siguieron rindiendo ese mismo culto a sus herederos bovinos. ¿Heredaron éstos algo más, amén de esa decantada veneración que se halla en el origen de la Fiesta Taurina, de los Encierros Taurinos y de los Toros de Fuego que tanto se prodigan, desde que se inicia la primavera, por los pueblos de la geografía septentrional de la Península Ibérica? Naturalmente que sí.

 

¿Es casualidad que el nombre prehistórico de los bisontes en el Norte de España, ga / ka = go/ ko, resulte ser el prefijo de las palabras koso y korrida? ¿Es casualidad que sea go el nombre sánskrito de la vaca? ¿Es casualidad que las lenguas danesa y sueca utilicen la misma palabra -ko- para designar a las vacas, que aquélla que en la Prehistoria se utilizara para denominar a los bisontes? Karve es, también, el nombre lituano de la vaca... Y kalbo = calbo el de las terneras en varias lenguas europeas. Léase, en varias lenguas indoeuropeas. Y aquí vemos hasta qué punto resultan disparatadas las tesis sobre el origen asiático de las mal denominadas lenguas indoeuropeas, a las que desde hoy deberemos denominar euroindias. Porque mientras el común de los filólogos se empecinan en convencernos de que tales lenguas nacieron en la India o en el Oriente Cercano hace 8 ó 10 mil años, vinculadas al nacimiento de la agricultura y de la revolución neolítica, vemos que hace 20 ó 25 mil años ya existían -pintadas o grabadas en el Norte de España- las mismas palabras que todavía podemos reconocer en las lenguas de Europa... y de otros continentes.

 

¿Cómo iban a nacer las lenguas indoeuropeas en la India, cuando son hijas de la lengua cantábrica o baska que se habla y ha hablado siempre en el Norte de España?

 

Pero si fascinante es cuanto ha sucedido con el nombre de los bisontes, heredado por vacas y toros, no lo es menos el hecho de que todos ellos fueran herederos, a su vez, de las aves acuáticas a las que, como he desvelado anteriormente, se identificó con la Diosa Solar muchos miles de años antes de que el patriarcado diese la vuelta a la tortilla y trasladase ese culto a animales más poderosos y, por supuesto, masculinos. De donde resulta que antes de que se denominase ga = ka = go = ko a bisontes, toros y vacas, ya se había conocido a ocas y gansos con todos estos nombres: gas (sueco), gos (antiguo inglés ), gus (ruso), gan (japonés), gans (alemán), ganso (castellano)...

 

 

La primera sílaba del lenguaje          Inicio

 

Aunque un segmento del trazo izquierdo de la A del amuleto de El Castillo aparece parcialmente borrado, el hecho de que la incisión llegue hasta el borde mismo del triángulo, prueba que la letra fue grabada completa (fig. 15). De todos modos y si no hubiera sido así, seguiríamos estando ante la representación de una A. Porque en la escritura ibérica y por mor de la pérdida de ese mismo trazo izquierdo, nos encontramos con letras A que se asemejan a un 4 ligeramente inclinado. De hecho, el número 4 es una A mayúscula privada del tramo final de su trazo izquierdo.

 

En otro orden de cosas, el hecho de que la línea horizontal que divide la A en dos mitades, rebase el trazo derecho, no sólo es común en el diseño del número 4 sino que encontramos A con esas mismas características en la escritura ibérica. Las personas interesadas en efectuar esta verificación, podrán comprobarlo en las inscripciones de Bemsafrim y de la Piedra de la freguezía de Ourique.

 

La A del amuleto triangular de El Castillo, en suma, es una A perfectamente homologada y plenamente integrada en el contexto cultural ibérico. Tanto, que podría pasar por una letra de la escritura ibérica..., si no fuera porque es algo así como ¡35.000 años! más vieja que sus modernísimas descendientes. ¡Qué antigüedad no tendrá el lenguaje humano, por consiguiente, cuando vemos que hace ya 40.000 años existían letras perfectamente configuradas y que han permanecido invariables hasta nuestros días?

 

Sin duda no existían todas las letras que hoy conocemos cuando la A de El Castillo fue grabada, pero no abrigo ni la menor duda de que el alfabeto que conocían los habitantes de Kantabria hace 40 ó 50 mil años, tenía ya decenas de miles de años de antigüedad. No es, pues, la primera palabra de la Historia la que he descubierto. Es una más de las muchas que sin duda ya habían sido escritas con anterioridad a ella. Futuros hallazgos lo irán confirmando.

 

En el único esquema filológico que acompaña a estas páginas (fig. 16), fruto de mis investigaciones para reconstruir la forma como se produjo el nacimiento del lenguaje, destaco los fonemos A y B como primogénitos del lenguaje humano. Y, junto a ellos y habiendo seguido una evolución distinta a la de vocales y consonantes, señalo a la conjunción de las vocales I + A como la raíz de varias consonantes que de ellas se han originado. En seguida conoceremos la trascendencia de este hecho, aunque antes de seguir adelante, considero obligado decir que el esquema en cuestión -que he mantenido en secreto por espacio de veinte años- constituye el cimiento mismo de la ciencia filológica. Sin ese esquema, sin conocer la forma como han evolucionado los sonidos o fonemas y, por ende, las letras que los representan, no hay Filología posible. Hay, sí, especulaciones, cabildeos y elucubraciones acerca del lenguaje, pero no hay Ciencia merecedora de tal nombre. Porque, ¿cómo podemos construir una ciencia, sin dotarla previamente de un método y de un sistematismo sólidos? Nunca me ha entrado ni me entrará en la cabeza cómo los lingüistas han podido consagrar sus vidas al estudio del lenguaje, sin haberse planteado la necesidad de construir un esquema como el que, por vez primera, aparece reproducido junto a estas líneas. Esquema que, insisto, es el primero de su género. Jamás se ha elaborado otro análogo o remotamente semejante. Nada. Y quiero dejar constancia de que el esquema que aquí presento es el primero elaborado por mí, pero no el definitivo. En el definitivo, que publicaré en su día, he incorporado algunas variantes, no sustantivas, pero sí significativas.

 

La Filología, como tal ciencia, ha nacido con el que he denominado Esquema de la derivación de las consonantes. Sin él, la Filología es -y nunca mejor dicho-pura palabrería. Con él, la Filología es ciencia. Una ciencia que nos permite reconstruir la forma como ha nacido y evolucionado el lenguaje humano y que, además, nos ayuda a saber qué idiomas son más antiguos que otros y, por ende, qué pueblos se han derivado de otros. De donde resulta que merced al esquema aquí reproducido, la Filología puede recorrer, respecto a las palabras, un camino de investigación similar al que la Genética recorre merced al estudio del ADN. Con la particularidad de que las conclusiones de la primera resultan ser tanto o más incontrovertibles que las que aporta la segunda. Por eso y gracias a que he logrado construir ese esquema, sé con absoluta certeza que la lengua latina es la más moderna de las lenguas romances. Y del acierto rotundo de esa conclusión, da fe el hecho de que los estudios del ADN hayan probado que todos los Italianos proceden del Norte de España. De donde se desprende que si los habitantes de la Península Itálica eran originarios de la Península Ibérica, su lengua había de compartir, por fuerza, esa misma filiación. Lo que permite entender, al fin, el porqué de que los escritores latinos manifiesten que la lengua hablada por los legionarios romanos era muy afín a la hablada por los pueblos ibéricos, salvedad hecha de Kántabros y Baskos...

 

No es éste el momento de comentar en profundidad el alcance del Esquema de las consonantes, pero resultaba obligado hacer alusión a él, porque la palabra que aparece grabada en el amuleto de El Castillo resulta ser la misma que hace más de diez años, cuando se dibujó mi esquema por vez primera, aparece ya como raíz de las consonantes ll, y, j, l, n, r... De donde resulta que si hacia el año 1991 yo proponía al fonema IA como crucial en la génesis del lenguaje humano, en el año 2004 he venido a descubrir la primera palabra conocida y documentada hasta el presente, siendo esa palabra exactamente la misma: IA. Y no cabe truco ni artimaña posible, porque en 1991 no se había descubierto -ni, por ende, publicado- el amuleto triangular de El Castillo, siendo mi hallazgo filológico anterior en casi tres lustros al hallazgo arqueológico que me ha permitido revalidar una de las premisas fundamentales de mi esquema.

 

De mis investigaciones sobre el nacimiento del habla se desprende que el primer sonido articulado por el ser humano fue ba. Y que la primera palabra compleja, bisilábica, fue balla = baya. Por agregación de ba + ia. Pues bien, la palabra que vemos reproducida en el triángulo de El Castillo es IA, pronunciada de este modo o con cualquiera de sus equivalentes: YA..., LLA..., JA... o GA. Porque debemos partir del principio axiomático de que la proliferación de sonidos y, por consiguiente, de letras, del lenguaje que hoy conocemos, es extraordinariamente moderna. Si retrocediéramos en el tiempo, iríamos viendo cómo fonemas y letras se reducen, hasta quedar reducidas a la mínima expresión ya señalada: ba / ya / baya... Es, pues, absolutamente indiferente que pronunciemos ya / ia / lla / ja. Es indiferente, porque los matices de articulación que existen entre unos y otros sonidos son mínimos, casi imperceptibles. Y, además, relativamente modernos. Quiero decir con ello, que las palabras que hoy empiezan con esas raíces -ya- / lla- / ja-- son derivaciones de otras voces más antiguas en las que no existía esta multiplicidad. De donde resulta que todas esas palabras, nacidas de la misma, comparten significados análogos como denominaciones que son de la vulva y vagina de la mujer. Y..., ¡cómo olvidar, a este respecto, las prodigiosas representaciones de éstas que encontramos en algunas cuevas cantábricas! Recuerdo ahora la bóveda de Chufín, con una impresionante vagina labrada y pintada en la roca con escalofriante fidelidad (fig. 20).

 

Siendo el órgano genital femenino -por diversos motivos- la mayor de las obsesiones del ser humano (y me refiero no solamente a los hombres sino también a las mujeres), cae por su propio peso que las primeras palabras del lenguaje hubieron de estar relacionadas con él. Así lo dicta el sentido común y así lo establecen las conclusiones de mis estudios sobre el origen del habla. Porque, justamente porque fue ba la primera palabra articulada por el ser humano, seguimos utilizando las siguientes palabras para referirnos al sexo de la mujer:

 

Ba = Va  >  lbula  -  vulva  -  vagina  -  barba (vello de la vulva)  -  baba (flujo de la balba o vulba)

 

Pero no es BA sino YA en mi opinión, la palabra monosilábica que aparece grabada en el triángulo de El Castillo. Podría ser BA, porque una de las versiones de la b en la antigua escritura ibérica fue un palote similar al que vemos grabado delante de la A. Pero tengo por evidente que en este caso estamos ante el fonema YA = JA = LA, ejerciendo como palabra monosilábica para designar a la bulba femenina. Es decir, para designar al mismo concepto al que ya designa y define el triángulo en el que la palabra YA = JA aparece representada. Que esto es lo que hace aplastante e incontrovertible todo este asunto: el autor de este amuleto labró un triángulo como símbolo de la bulba femenina y, no satisfecho con ello, grabó en él la palabra con la que se designaba a ésta. Con la que se designaba... y, de hecho, sigue designándose. Porque son legión en todas las lenguas las palabras derivadas de ya- / lla- / ia- / ja- / ga- referidas al sexo femenino y/o a la propia actividad sexual. De donde se deduce que para corroborar cuanto estoy afirmando, no tenemos necesidad de remitirnos a lenguas antiquísimas o a idiomas hablados hoy en regiones remotas. Nos basta con dirigir la mirada hacia nuestro propio entorno idiomático, para descubrir términos como eyacular... ¿Qué es eyacular? Pues, lisa y llanamente, depositar el semen en la vagina femenina. Bagina o vagina a la que, sin la más mínima duda, se conoció otrora como yaga = yaka = yako = yaja = yaya. Y de ahí que sea yaya el nombre catalán de las abuelas, como homenaje a la mujer en cuya matriz tiene su raíz una estirpe familiar... De ahí el nombre castellano de las llagas, como aberturas en la piel que recuerdan enormemente a la abertura de la bulba... De ahí el verbo llegar, virtual sinónimo de acceder y de entrar... De ahí la palabra yugo y el concepto de uncir, porque lo que el yugo representa es la unión de dos seres; y de ahí el yugo conyugal, con repetición de una misma palabra que significa exactamente lo mismo: la fusión de dos cuerpos merced a la penetración del miembro viril masculino en la bulba femenina... De ahí el verbo ayuntar y el concepto originario de ayuntamiento o de yunta... De ahí también, como veíamos, el verbo eyacular... Y de ahí, en fin, el verbo yacer, que no significa acostarse para dormir, sino acostarse para eyacular. Y la homonimia yacer = eyacular hace innecesarios todos los comentarios.

 

Yacer es el genuino término castellano para referirse al hecho de hacer el amor, copular, tener conyugio, fornicar, joder... Obsérvese, un nuevo derivado de ja-. El propio término hacer que aún sigue vigente en la locución hacer el amor, es un derivado de yacer. Porque la consonante h suple siempre a una consonante perdida. Y es que la acción por antonomasia es la fornicación, concepto este al que todavía seguimos designando como el acto sexual...

 

¡Ay el antiquísimo nombre del ojal femenino...!

 

Algo tiene que ver cuanto acabo de desvelar con el nombre del mítico Patrón de España, pero no es éste el momento de entrar en ese asunto. Como tampoco podemos extendernos ahora en recorrer todos los términos baskos surgidos de la radical ya- = ja- y cuyo significado tiene un carácter sagrado. Empezando por Jainkoa ( = Dios). O jayera (devoción).  O jaurestu (adorar). Adorar... ¿a quién? A la divinidad, por supuesto, pero antes que a ella y por encima de ella, al órgano genital femenino. Aquel al que recuerdan las palabras baskas: jaio (nacer), jario (flujo), jarian (manar), jator (fértil), jatorri (genealogía, origen, linaje...). ¿Comprendemos ahora cuál es el verdadero origen de la palabra castellana joya, configurada a partir de la misma repetición del nombre de la vagina femenina: ya + ya > yaya  =  joya?

 

Me honra haber sido el primer filólogo en descubrir que las dos lenguas del planeta que comparten con el euskera el título de lenguas más puras entre cuantas existen, son, por este orden, la ketxwa y la kaló. Una lengua americana y otra de origen hasta ahora incierto pero que, como he probado ya hasta la saciedad, es de cuño inconfundiblemente cantábrico. Bien, pues esto es lo que la lengua hablada por los Jitanos españoles nos dice respecto al asunto que nos ocupa:

 

janrelle,        órgano genital

jañí,               nacimiento de agua, caño

jañike,           caño de cualquier líquido

jaria,              pierna (jeria)

jan,                 fuente  =  juan

jaramar,      chupar

jarana,          recreo, diversión

jalar,              amar, querer, hacer el amor (jelar)

jallipí,            deseo, apetito carnal

jalenar,         enamorar

ja,                 amor, atracción, deseo (jelí)

 

jabe,               agujero

jabillar,         penetrar

jibilen,           pozo

yeskue,          ano

jastarí,           receptáculo

 

yake,              lumbre, fuego

yagule,          fuego

yakuno,         verano

jacha,             calor = llama

jar,                  calor

 

Cuando estamos probando que ja = ya ha sido una de las más remotas denominaciones del órgano genital femenino, la abrumadora relación de términos kalós que acabo de reproducir, hace innecesario cualquier comentario adicional...

 

He dicho que en todas las lenguas de la Tierra podríamos descubrir voces derivadas de ya- / ja- cuyos significados tengan que ver con el sexo de la mujer y, para demostrarlo, voy a remitirme a una enormemente alejada del contexto cultural ibérico: la lengua ketxwa hablada por el pueblo Inka. Una lengua americana, pues, en la que debido al total aislamiento en que se mantuvo América hasta hace sólo cinco siglos, no cabe la posibilidad de vislumbrar o de maliciar influencias como las que podrían sospecharse entre lenguas habladas en un mismo contexto geográfico. Ninguna relación ha existido entre América y Europa a lo largo, como mínimo, de 15.000 años, y un hecho como el que paso a comentar a continuación, supone la confirmación rotunda del origen ibérico de la población indígena americana, así como de todas las lenguas autóctonas habladas por ella. Júzguese, si no.

 

Para empezar y como la bulba o yaka es la puerta del cuerpo de la mujer, la lengua kechwa denomina yaikuna a las puertas y utiliza el verbo yaikuy como equivalente de nuestro penetrar. Por otra parte y al igual que ha sucedido en el euskera, el habla andina identifica al agua con los fluidos que manan de la bulba: yaku es el nombre del agua y, en general, de jugos y fluidos. Por otra parte, yarjai es el paralelo del castellano hambre, relacionados ambos con el apetito sexual. Creo que nadie ha caído en la cuenta de que la homonimia de los términos hambre - hembra - hombre está proclamando a gritos que el hambre por antonomasia no es la del estómago..., sino la que produce la apetencia sexual desmedida. Y la prueba colosal de ello nos la proporciona la palabra siguiente, porque cuando ya había quedado escrito cuanto antecede, el diccionario de kechwa ha dejado petrificado al autor de estas líneas, al poner ante él la palabra yajuy = yojuy: unirse sexualmente la mujer y el hombre. Relea el lector los últimos párrafos... y juzgue por sí mismo. Relea y verá que acabo de deducir que ha sido yaja uno de los más viejos términos para designar a la bulba de la mujer y, por extensión, al conyugio entre hombre y mujer... Consecuentemente, los antiguos Inkas denominaron yayas a las madres o dueñas, habiéndose aplicado este mismo término, ya modernamente, a padres y amos... Pero nuestro asombro no ha hecho más que empezar a manifestarse, porque siempre a partir de la misma radical ya que designara al sexo de la mujer, vemos cómo los antiguos Inkas denominaron yuma = juma al semen masculino y, por extensión, yumay a los verbos engendrar, fornicar y eyacular... Por otra parte y como la menstruación convierte al sexo femenino en manantial de sangre, la propia lengua ketxwa denomina yawar y yukyu (ya al cuadrado) a la sangre... Y yuriy al verbo nacer y, consecuentemente, yuyai  la vida...¡Nada menos! Aunque lo más asombroso y que debería darnos muchísimo que pensar, es el hecho de que yuyai signifique también pensamiento, juicio, razón... O yachai, el saber... Como vemos, el conocimiento y la racionalidad estrechamente vinculados a la bulba y a la bagina femenina... ¡Monumental!

 

Si nos remitimos a la raíz ja-, paralela de ya-, todo lo que descubrimos no tiene, tampoco, desperdicio. Para empezar y por razones obvias, jacha (sucio)... O jajoy (sobar, magrear), por razones no menos evidentes (recuérdese: yajuy = copular)... O jalay (desnudarse) y, a continuación, jalaiway (echarse al suelo)...  O jalla (angosto, estrecho)... O jallai (el principio, lo primero)... O japu (blando, suave, mullido)... O jasiak (mujer embarazada)... O jasju (labio partido)... O jaspa (vello rizado o crespo)... O jaukay (holgar)... O joya (reina, diosa)... O jutju (agujero)... O jucha (pecado). Sin comentarios.

 

O, en fin, y para desbordar nuestro asombro, jallu (lengua, idioma). De donde resulta que no es sólo la razón la que se vincula al sexo de la mujer, sino también el propio lenguaje. Algo que por otra parte corrobora la lengua kaló, al denominar lao a la palabra. Y huelga decir que la sílaba la es una deformación de ya = lla...

 

Siempre en la lengua ketxwa y al hilo de cuanto ha quedado escrito en estas páginas respecto al papel atribuido a las ánades en el nacimiento de la vida, yuku es el nombre kechwa del cisne...

 

Después de conocer cuanto antece, ¿nos cabe ya la más leve sombra de duda respecto al origen cantábrico de los pueblos que, como ahora empieza a confirmarse arqueológicamente, colonizaron América hace más de 20.000 años? ¿Nos cabe alguna duda de que las gentes que moraban en Kantabria hace 40.000 años y una de las cuales labró y grabó el amuleto de El Castillo, eran los abuelos de los primeros colonizadores de América? ¿Nos cabe la más mínima duda respecto al origen común de todas las lenguas y de todos los seres humanos?

 

Inmejorable ocasión esta para recordar a mi más directo predecesor. Esto es lo que Julio Cejador escribe en Ibérica:  El estudio comparado fue siempre madre de los hallazgos. La comparación es madre de los inventos científicos y en particular de la lingüística y del desciframiento de inscripciones.

 

 

El dios Jano          Inicio

 

Pocas veces se habrá descrito de manera más clara y sencilla que como lo hace Cejador, en dónde radica la clave de todos los grandes descubrimientos intelectuales efectuados por la Humanidad. Por eso y porque de comparaciones reveladoras hablamos, permítaseme que haga una mención especial a una antigua estela cantábrica descubierta en Quintanilla de Somoza, junto a Astorga, y a la que se conoce como la piedra gnóstica de Astorga. Un auténtico monumento iconográfico, prácticamente desconocido, que va a aportarnos la más colosal de las corroboraciones en relación con la exactitud y el rigor del contenido completo de este extenso escrito dedicado a la primera palabra descubierta en el mundo hasta la fecha. Porque la estela en cuestión nos muestra una suerte de templo en miniatura, rematado por dos círculos (el Sol y la Luna) y un triángulo central. Más abajo, vemos una mano abierta con la palma hacia fuera y los dedos apuntando hacia arriba. En el tímpano puede leerse la inscripción Eis Zeus Serapis y sobre la palma de la mano, Iao.

 

¿Quién es ese Iao al que como a Cristo o a Buda se identifica con una mano? Pues el mismo al que los Latinos adoraron como Iovi o Iupiter o los Hebreos como Iabe o Yeobá... Variantes, en suma, en torno al nombre de Iabo, Yano, Yao o Jano...

 

Sea cual sea la antigüedad de la estela de Astorga, vemos con verdadera estupefacción cómo aparece reproducido un triángulo en ella y cómo, además, esa suerte de templete o capillita aparece consagrado a IAO. ¡Nada más y nada menos! A la misma divinidad, denominada en este caso IA, a la que ya se dedica -¡hace 40.000 años!- el amuleto triangular de El Castillo. Coincide, pues, el triángulo, lo que podría atribuirse a la casualidad. Pero lo que ya no puede achacarse a la casualidad, porque sería de necios, es el hecho de que, además, vayamos a encontrarnos con el nombre de una divinidad denominada IAO. Léase, Yano o Yabo. Y puesto que hablamos de templos y del dios Jano, ningún momento mejor que éste para sacar a colación a Juan Antonio de Estrada, cuando en su Población General de España testimonia lo que sigue:

 

Guillermo de Choul, en el libro de Religión Romana, capítulo XII, afirma que el primer templo que se edificó en el mundo fue el de Jano.

 

Un dios que los antiguos Romanos admitían como originario de España:

 

Hubo otro Jano llegado de España, que fundó en Italia una ciudad llamada Janículo (Antoine du Verdier, en 1589). Noé Jano tuvo templos en España, con sacerdotes y ministros que reverenciaban su memoria (Florián de Ocampo, también en el siglo XVI).

 

¿De qué parte de España procedía el dios Jano? Obviamente, de aquella en la que su memoria perdura por doquier, como denominación de determinados montes especialmente emblemáticos y estratégicamente situados: Kantabria. Leamos a un autor portugués del siglo XVII, Pedro de Texeira...

 

Está situada la villa de Santander en una punta de su espaciosa ría (...) A la misma parte del setentrión, , ya en el fin de la ría y en la punta que en el mar hace volviendo la costa al poniente, en esta alta punta está el famoso castillo de Jano. (...) Hízose esta fortificación para la defensa de la entrada deste puerto de Santander, que en esta parte viene a ser estrecha por una isla que queda enfrente del castillo y ansí obliga a que los navíos vengan a tomar el puerto por bajo del castillo, por no ser la otra entrada del levante de fondo conveniente para bajeles grandes; y también para la defensa de una ensenada y playa que queda al poniente deste castillo, de muy buen sorgidero, donde pueden desembarcar con mucha seguridad; llámasela Sardiñera...

 

Ya sabemos quién fue Iao = Iano. Ya hemos documentado su relevante presencia en España y, sobremanera, en Kantabria. Hablemos ahora de esa mano de la estela de Astorga en la que aparece grabado el nombre de Iao. Porque no son sólo este nombre y la figura del triángulo las que vinculan a la estela de Astorga con el amuleto de Puente Biesgo. En absoluto. ¿O es que vamos a olvidarnos de que en las cuevas del Monte Castillo se reúne el que tal vez sea el más monumental de los paneles de pintura rupestre en los que aparecen plasmadas manos humanas idénticas a la del relieve de Astorga?

 

Como veremos más adelante, las manos extendidas significaban libertad. Por eso los primeros pobladores de Iberia, los Eskitas, llenaron de manos todas sus cuevas. Porque ése era su timbre o su sello. Y de ahí que denominasen esku a las manos y a la libertad. De ahí escribir. De ahí que Iberia y liberal difieran en una sola letra.

 

La mano extendida fue el emblema predilecto de los antiguos pobladores del Norte de España, prodigado en todas y cada una de las cuevas en las que plasmaron sus prodigiosas pinturas. Aunque, ¿por qué las manos? ¿Por qué los primeros seres humanos eligieron precisamente las manos como emblema de su independencia? ¿Por qué para los primitivos Kántabros la palma de la mano extendida llegó a simbolizar la libertad e independencia de la que siempre se supieron privilegiados poseedores y que, hasta su parcial sometimiento a las legiones de Roma, valoraron como el más precioso de todos sus patrimonios?

 

La respuesta a esta pregunta ha de estar necesariamente relacionada, por ejemplo, con el hecho de que unos simios como los babuinos extiendan una de sus manos para manifestar su rendición y sumisión a sus rivales... O con la evidencia que nos ofrece el que entre los mamíferos sean varias las especies que levantan una pata para exteriorizar su sometimiento respecto a otro animal de su propia especie... O con el hecho de que los pueblos occidentales utilicen el apretón de manos como saludo y muestra de cordialidad, amén de aplaudir con ambas manos para expresar su satisfacción o demostrar su aprobación respecto a algo... O con el hecho de que los pueblos Bosquimanes pongan la palma de la mano sobre el pecho del desconocido o recién llegado, como manifestación de amistad y de concordia... O con la reveladora presencia de manos pintadas en los umbrales de las casas de los antiguos Bereberes, descendientes de la antigua Iberia o Barbariska del Norte de España... O con la tradición, vigente hasta ayer mismo entre las gentes de Cantabria, de posar la mano derecha sobre los hitos de sus propiedades, como expresión de su dominio sobre ellas. Siendo fácil deducir que ese gesto tuviera su paralelo en otros semejantes efectuados respecto a otra suerte de bienes... y de personas.

 

 

La cuna de la Civilización          Inicio

 

No por azar ni por casualidad, el foco desde el cual se produce la proyección del lenguaje humano, coincide puntualmente con la región en la que se gesta el arte paleolítico y la arquitectura megalítica. O, lo que es lo mismo, las primeras manifestaciones culturales de la Humanidad. Con el valor añadido de que es en ese mismo espacio geográfico del planeta, donde se produce la aparición -probada, documentada e indiscutible- de los primeros seres humanos neta e incontestablemente racionales o sapiens (figs. 17 a 19).

 

¿No es de la más aplastante coherencia que la cuna del lenguaje coincida exactamente con la región en la que se gesta la pintura, la escultura, la arquitectura y, por consiguiente, la cultura y la civilización humanas?

 

¿No es abrumadoramente evidente que si la pintura, la escultura y la arquitectura comparten una misma cuna, sea ésta a su vez la que viera nacer las restantes manifestaciones culturales humanas, imposibles de documentar hoy por el hecho de que no fueran plasmadas sobre materiales imperecederos como la piedra?

 

¿No cae por su propio peso que fueron aquellos mismos pueblos del Norte de España y del Sur de Francia que acuñaron sobre piedra las primeras manifestaciones culturales que nos son conocidas, quienes crearon la Música, la Tragedia o la Poesía? ¿O es acaso concebible que quienes pintaron Altamira o Lascaux no poseyeran el nivel intelectual y artístico necesario como para componer melodías o poemas que, sin la menor duda, estarían a la altura de las magistrales composiciones pictóricas que nos han legado?

 

Y si el más elemental sentido común nos enseña que los hombres del Paleolítico Superior poseían ya un lenguaje cuyo nivel de desarrollo era, como mínimo, similar al de sus creaciones artísticas, ¿no resulta meridianamente obvio que la matriz del habla humana tiene que hallarse -necesariamente- en la misma región en la que -por espacio de decenas de miles de años- se desarrollara la más antigua civilización conocida, al tiempo que -con abismal diferencia respecto a las demás- la más longeva?

 

Por otra parte y no existiendo indicios en ningún otro lugar del mundo, de una cultura que hubiera podido servir de modelo a la gestada por los cromagnones cantábricos y galos, ¿no tenemos elementos de juicio más que suficientes para deducir el carácter autóctono de estos pueblos y, por consiguiente, de la lengua por ellos creada?

 

Y si es manifiestamente obvio que la primera cultura de la Tierra -o, lo que es lo mismo, la primera Civilización digna de tal nombre- se fragua a orillas del litoral Cantábrico ibérico y en la región gala que se extiende entre el río Dordoña y el macizo de los Pirineos, ¿quién podrá rebatir con argumentos científicos de una mínima entidad que el lenguaje humano nació exactamente en el mismo punto en donde se forjan el Arte y la Cultura humanas?

 

¿No es una verdad indiscutible que la evolución intelectual del ser humano ha seguido un proceso paralelo al de la evolución del lenguaje con el que construía y expresaba sus ideas? ¿Y no es igualmente incontrovertible que el artista que pintó los bisontes de Altamira, tenía que poseer -inexcusablemente- un alto grado de desarrollo intelectual? De donde se deduce que si, efectivamente, poseía ese elevado coeficiente intelectual, tenía que poseer, a la fuerza, un lenguaje altamente evolucionado. Porque resulta risible y al propio tiempo patética, las ideas que las nefastas películas sobre la Prehistoria han imbuido a la sociedad, respecto al salvajismo y brutalidad de los hombres y mujeres que vivieron en las cuevas del Norte de España y del Sur de Francia, poniendo los cimientos de la civilización de la que, todavía hoy, somos hijos y beneficiarios.

 

Las investigaciones sobre los orígenes del lenguaje, que vengo desarrollando desde el año 1984, han corroborado abrumadoramente todos estos extremos que acabo de dejar expuestos, pudiendo demostrarse, inapelablemente, que la Lengua Baska que todavía se habla en el Norte de España y en el Sur de Francia es, con enorme diferencia, la que más fiel se ha mantenido al lenguaje de las gentes que protagonizaron el alumbramiento de la cultura universal en ese mismo ámbito geográfico. Y esto es perfectamente constatable hoy, tanto merced al estudio de dicha lengua como ahondando en el estudio de los nombres geográficos del área cantábricogala o galocantábrica.

 

 

Desde hoy, la Historia empieza en Puente Biesgo          Inicio

 

Mi felicitación más calurosa para todo el equipo que trabaja en las excavaciones del Monte Castillo, con Victoria Cabrera y Federico Bernaldo de Quirós al frente. Ellos, con su trabajo sobre el terreno y yo con mi no menos oscura y sacrificada labor de investigación filológica, hemos protagonizado uno de los más hermosos episodios de la joven historia de la Arqueología: el que ha permitido identificar la más antigua palabra documentada hasta el presente, capital para demostrar que la escritura, como todas las artes humanas -pintura, grabado, escultura, arquitectura (megalítica)...- tuvo también su cuna en el antiguo Occidente.  Lo que supone retrotraer en más de treinta mil años el nacimiento de la Historia propiamente dicha, habida cuenta de que tradicionalmente se ha conceptuado como Historia aquel período del devenir humano en el que se ha constatado la existencia de documentos escritos. De donde se deduce que, desde hoy, la clasificación tradicional de la Prehistoria se viene estrepitosamente abajo, al pasar a ser Historia químicamente pura todo ese riquísimo período de nuestro pasado al que desde hace algún tiempo venimos conociendo como Paleolítico Superior. Altamira, Lascaux, El Pindal, La Garma, Niaux, Font-de-Gaume, Mas- d´Azil, Chufín, Covalanas, Riba-de-Sella, Candamo, Hornos de la Peña y tantas otras grutas insignes del Norte de España y del Sur de Francia, pasan a ser, desde hoy, yacimientos plena y rotundamente históricos, comparables en este sentido a todos aquellos en los que se exhuman vestigios arqueológicos de antigüedad inferior a siete u ocho mil años y en los que, sólo excepcionalmente, se produce el hallazgo de documentos escritos. Por la sencilla razón de que a medida que retrocedemos en el tiempo, la posibilidad de encontrar intactos los materiales efímeros en que se plasmaron los más viejos escritos -cortezas de árbol, metales, papiros, pieles...- disminuye drásticamente hasta resultar nula. Sólo la piedra, máxime si está enterrada, es capaz de eternizarse en el tiempo. De ello se infiere que sólo la piedra podía transmitirnos las primeras palabras. Palabras como ésa que hoy vuelve a ver la luz 38.500 años después de haber sido inscrita. Palabras como todas aquellas que desde hoy y a raíz de este descubrimiento, empezarán a ser reconocidas en numerosos objetos que la Arqueología ha exhumado y a los que, hasta hoy, se ha concedido escasa o nula importancia.

 

Mi enhorabuena, repito, a los excavadores del monumental complejo subterráneo de Monte Castillo. Ésta ha sido, ésta es mi aportación absolutamente desinteresada a su trabajo: haber logrado interpretar el que quedará como su más importante hallazgo. Que, a la postre, ésta es la auténtica Arqueología: la que concentra y aglutina todos los esfuerzos y disciplinas, la que contribuye, con su esfuerzo, al progreso de la Ciencia y del conocimiento humano. Ella es la única Arqueología digna de tal nombre. La que no se limita a realizar hallazgos sino, lo que es muchísimo más importante, a saber interpretarlos correctamente y a ofrecer una visión coherente, completa y bien fundamentada del pasado de la Humanidad. Todo eso, en definitiva, que las ciencias históricas no están ofreciendo hoy a la sociedad. Como honesta y lúcidamente reconoce el antropólogo John H. Moore, profesor de la Universidad de Florida: Los antropólogos, los etnólogos, los arqueólogos y los lingüistas tienen plena conciencia de encontrarse en una situación comparable a la de Charles Darwin en el siglo XIX: la masa de datos acumulada en biología, prehistoria y lingüística sufre una cruel ausencia de teoría general.

 

Lo que sí está ya absolutamente claro y se ve refrendado, una vez más, por el descubrimiento que ha dado origen a la redacción de estas páginas, es el acierto de aquellos que, como Rick Gore, han sabido ver que... debido a su climatología, muchas de las respuestas a los grandes interrogantes sobre la especie humana, podrían desvelarse en los yacimientos españoles.

 

Todos, allende nuestras fronteras, han empezado a verlo. Nosotros, una vez más y como siempre, seremos los últimos en creerlo...

 

 

 

Los "descubridores" de Europa

 

Historia del descubrimiento de la escritura          Inicio

 

Jorge Mª Ribero-Meneses

 

Con la publicación de esta revista y todos los descubrimientos que contiene -jamás intuidos, siquiera- en relación con el origen de la escritura, se abre una nueva era para los estudios filológicos y arqueológicos. Por la misma razón que nada ha sido igual en la Arqueología y en la Antropología española tras la publicación, en 1985, de mis libros Cantabria, cuna de la Humanidad y Los orígenes ibéricos de la Humanidad, habiendo pasado España de ser el furgón de cola a situarse a la cabeza de todos los países del mundo por lo que a antigüedad se refiere, la publicación de estas páginas por parte de la recién nacida revista Los Cántabros, habrá de señalar un antes y un después en las investigaciones relacionadas con el origen de la civilización y con los albores de la cultura. Así como, por supuesto, con los primeros balbuceos de la escritura y del lenguaje.

 

Sé por una larga experiencia que cuando un investigador español realiza un descubrimiento de primera magnitud, que resulta absolutamente irrefutable y que, por ende, no puede ser objeto de las críticas, invectivas o burlas de los especialistas en la materia de que se trate, la táctica habitual seguida por éstos es la del silenciamiento. En lugar del divide y vencerás, aquellos que se pretenden intelectuales aplican, en estos casos, el ignora y vencerás. Se hace caso omiso de los nuevos descubrimientos y se deja que transcurra el tiempo, con el fin de conseguir que el olvido acabe engulléndose al autor de los mismos y de que, desaparecido, desprestigiado o marginado éste por completo, su obra y sus hallazgos pasen a ser, por así decirlo, del dominio público. Una vez conseguido esto, una vez olvidada por todos la persona que realmente efectuó los descubrimientos que fuesen, nada se interpone entre los intelectuales carroñeros y la obra de aquel colega suyo al que consiguieron enviar al otro mundo, corroído por la rabia, la indignación, la cólera, la tristeza... y la vergüenza. Vergüenza ante tanta perfidia y ruindad. España sabe mucho, mejor que ningún otro país del mundo, de esta abominable táctica utilizada por quienes, pretendiéndose intelectuales, son expertos en fagocitar la obra producida por las mentes más lúcidas de nuestro, por lo común, paupérrimo panorama intelectual y cultural.

 

Siguiendo esta táctica de desprecio > derribo > apropiación, los nombres más preclaros que ha producido el pensamiento ibérico han caído en el más vergonzante de los olvidos, en tanto que toda una legión de mediocres y de inútiles pueblan las páginas de las enciclopedias y de los manuales de Historia, a pesar de no haber efectuado aportación original alguna a la cultura y al conocimiento y a pesar de que su contribución más valiosa fue aquella que pudieron realizar gracias a que supieron beber, ruinmente, en la obra de aquellos sabios cuya tumba contribuyeron a cavar con sus desdenes, sus calumnias, sus zancadillas... y sus maniobras para conseguir sumirles en la ruina y en el desprestigio.

 

Veinte años de investigaciones sobre los orígenes de Iberia, de Europa y de la Civilización, me han permitido ir reescribiendo una historia que permanecía absolutamente olvidada y que algunos vivos (en el doble sentido) que la conocen, no tienen el menor interés en resucitar. Una historia que demuestra la condición carroñera de algunos intelectuales de las generaciones precedentes, capaces de destruir a personas brillantes, valiosas y absolutamente honorables, con el único propósito de apropiarse de sus ideas y de eliminar rivales y competidores imposibles de derrotar en buena lid. No andan sobradas de medios las Letras españolas y los muchos que se disputan esa pitanza tienen que andar a codazos y empellones para hallar su lugar bajo el Sol y para sobrevivir e incluso medrar en ese durísimo contexto.

 

Mal están los codazos y las zancadillas entre los aspirantes a ocupar un sitial eminente en el panorama de las Letras, pero si deplorables son este tipo de comportamientos, lo es muchísimo más el hecho de que el camino de la Ciencia en España esté quedado sembrado de cadáveres producidos por aquellos que están dispuestos a todo antes que admitir su mediocridad y que reconocer que existen otras personas infinitamente más lúcidas, capaces y valiosas que ellos. Y destaco la palabra cadáveres, porque como regla general, todos aquellos que han sufrido este tipo de ostracismo, han acabado pagándolo con su propia vida, consumidos por la pena de saberse tan pésimamente pagados en su noble esfuerzo por contribuir al progreso del conocimiento. También yo estuve a punto de seguir este camino, cuando un infarto de corazón me dejó postrado en el año 1987. Sólo que aprendí la lección y me propuse sobrevivir a quienes estaban tratando de mandarme al otro mundo.

 

Paso a paso, pues, y con la ayuda de mis lectores más asiduos y allegados, integrados hasta hoy en el Círculo Europeo de Hiberistas y, desde hoy, en la Fundación de Occidente, he ido reconstruyendo el verdadero drama conocido por varios investigadores españoles o que se ocuparon del pasado de España y a los que les cupo el mismo infortunio que al descubridor de las Cuevas de Altamira, Marcelino Sanz de Sautuola. Calumniado, infamado e insultado por todos sus colegas españoles y europeos que le acusaban de ser el autor de las pinturas que decía haber descubierto, murió de pena y de indignación al cabo de no muchos años de efectuar su descubrimiento en 1868. Sólo un catalán, Joan Vilanova i Piera, creyó en la honestidad de Sautuola y le brindó todo su apoyo. Algo parecido, aunque hasta hoy totalmente desconocido, es lo que le sucedió a un filólogo aragonés, Julio Cejador y Frauca, que conocedor de las obras de los sabios alemanes y franceses del siglo XIX que defendían el origen común del lenguaje y del linaje humano y que postulaban al euskera como la más antigua de las lenguas, supo comprender genialmente que el nacimiento del lenguaje y de la escritura se había producido en el Norte de España, habiéndose proyectado a todo el mundo desde su primer solar a orillas del Cantábrico. Julio Cejador (1864-1927) que, por haber ingresado muy joven en la Compañía de Jesús pudo disponer de todos los medios imaginables para consagrarse en condiciones óptimas a su labor de investigación lingüística, llegó a gozar de extraordinario renombre en el mundo intelectual español de finales del siglo XIX y principios del XX, valorándose sobremanera sus trabajos sobre Gramática y Literatura. Pero su estrella empezó a nublarse, hasta apagarse por completo, en el momento en que, siguiendo los pasos de Humboldt, de Bonaparte y de otros lingüistas europeos, empezó a defender sin ambages que la lengua baska era la más antigua del planeta y que todas las lenguas del mundo tienen obvios vínculos con ella.

 

La intelectualidad española no podía tolerar una herejía semejante que, por otra parte, hacía tambalear todos los dogmas imperantes en la época en relación con el nacimiento de las lenguas, de la civilización y de las primeras religiones en el Mediterráneo oriental, y a partir de ahí se inició un calvario para Cejador que habría de llevarle a abandonar la Compañía de Jesús y a vivir absolutamente marginado los últimos años de su vida, presa de una profunda tristeza que describe magistralmente en uno de sus libros, escrito unos meses antes de producirse su muerte. Cejador, como cualquiera que realiza un gran descubrimiento, era consciente de que su trabajo suponía un paso de gigante para el estudio de los orígenes del lenguaje y, sin embargo, el pago que recibió por tan extraordinaria aportación fue el silencio, el vacío, el desprecio... y el olvido. Y no se pudo o supo revolver contra todos aquellos hombres ilustres, algunos de ellos antiguos alumnos suyos, que se aprovecharon con el mayor descaro de su obra y que, en justa correspondencia, le ignoraron por completo. Tomaron de él cuanto les plugo..., y se olvidaron de mencionar su nombre. Lo típico. Lo habitual. Lo corriente en un país como España en el que la honestidad intelectual brilla por su ausencia, practicada solamente por cuatro idealistas que prefieren seguir siendo nadie, antes que conseguir ser alguien a fuerza de pisotear y de auparse sobre los cadáveres de los demás.

 

Y así resulta que la idea más brillante que yo le conocía al afamadísimo don José Ortega y Gasset, es un plagio vergonzoso de las tesis de Cejador y de otros sabios europeos en estrecha sintonía con él... Así resulta que lo único inteligente que yo he leído en la obra del eminentísimo don Ramón Menéndez Pidal, considerado hasta aquí como el mayor filólogo español de todos los tiempos, es otro plagio repugnante de las tesis del propio Julio Cejador... Así resulta que don Américo Castro y don Claudio Sánchez Albornoz, bebieron también, cuanto les convino, en las fuentes de Cejador. Exactamente lo mismo que hizo el teósofo Mario Roso de Luna, aunque en este caso no me consta si reconoció u ocultó esa deuda en su obra. Me gustaría pensar que Roso de Luna -hombre de extraordinaria talla intelectual- fue mucho más honesto que los personajes que he citado anteriormente. ¿Y qué decir de don Miguel de Unamuno, excelente poeta, buen escritor, pensador mediocre y nefasto filólogo que siendo basko y catedrático de lengua griega, ni se enteró siquiera de que la lengua baska es el precedente indiscutible de la lengua helénica...? Y eso que, como todos los miembros de la Generación del 98 y todos los Españoles cultos de su época, sabía perfectamente de la obra de Cejador y, sin la menor duda, había leído sus tesis respecto a la filiación baska de la lengua de la que Unamuno era orondo profesor en la Universidad de Salamanca. Orondo e ignorante, porque ¿cómo se puede enseñar la lengua griega desconociendo que es un calco moderno de la baska?

 

También Antonio Cánovas del Castillo parece haberse visto influido por la obra de Cejador, aunque tampoco me consta si lo llegó a reconocer o no. La misma duda que me cabe respecto a Joaquín Costa, paisano de Cejador y hacia el que quiero pensar que mostró admiración y respeto. E ignoro si discípulo pero seguro que lector ferviente de ese gran jesuita que a pesar de haber honrado a la Compañía más que todos sus coetáneos, se vio obligado a abandonarla, lo fue sin la menor duda el Doctor Areilza, bizkaíno extraordinariamente lúcido e inquieto de quien heredaría su gran talla intelectual y su pasión por el pasado remoto de España, mi ilustre y brillante amigo y mecenas José María de Areilza,

 

Pero toda aquella fecunda siembra no sirvió para nada. Las tesis de Cejador y las de todos los sabios europeos que compartían ideas semejantes en relación con el sobresaliente papel desempeñado por la Península Ibérica en la génesis de la Civilización, iban a caer en el más hermético de los olvidos durante más de medio siglo, como consecuencia de la Guerra Civil y de la culturalmente nefanda etapa de gobierno del general Franco. La Iglesia Católica jamás vio con buenos ojos todas esas tesis históricas que ponían en entredicho la verdad de lo contenido en los libros sagrados y el Caudillo, dócil siempre a la doctrina del Vaticano, convirtió España en un erial por lo que a la evolución del pensamiento y del conocimiento se refiere. Las grandes cuestiones de nuestro pasado cayeron en un profundo letargo, levemente desperezadas tan sólo con los escarceos de los Areilza y, ya en la década de los setenta, por los tientos puramente especulativos y, si se me permite, notablemente torpes, de escritores como Fernando Sánchez Dragó, Luis Racionero, Juan García Atienza y, más tarde, Juan Eslava Galán. Los dos primeros muy allegados a José María de Areilza, hasta que éste descubrió que eran unos simples diletantes. De ahí el que ninguno de los cuatro, a pesar de su interés por estos asuntos y del dinero que les ha procurado, haya llevado a cabo una labor de investigación histórica digna de tal nombre, habiéndose limitado a husmear en el arcón en donde se encerraban todos esos raros y olvidados libros del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, en los que se encerraban los últimos vestigios de memoria respecto al ilustrísimo pasado prehistórico de la Península Ibérica. Vestigios con los que construyeron su pensamiento y sus obras, olvidándose sistemáticamente de citar las fuentes en las que bebían. Muy propio.

 

Y ya por último, merece mención aparte en este comentario un filólogo español fallecido en 1983, el basko Imanol Aguirre, por el que llevo rompiendo lanzas desde que supe de su existencia en 1987, convencido de que él había sido el primero en descubrir la primogenitura de la lengua baska. Toda mi obra está preñada de homenajes a este olvidado filólogo, a pesar de que no he bebido jamás en su obra y de que sus tesis filológicas llegaron a mi conocimiento a través de uno de sus hijos, cuatro años más tarde de que yo hubiese elaborado y publicado las mías propias, muy afines a las suyas en lo que se refiere a la primogenitura del euskera. Porque me cabe el enorme orgullo de haber construido todas mis tesis filológicas, antropológicas, arqueológicas y etnológicas antes de haber leído a todos los autores citados o a los que me dispongo a mencionar a continuación, en este caso a título de homenaje. Mi camino fue muy otro al de todos ellos y tuvo como única guía al sentido común. Éste ha sido mi único maestro y por éste me he guiado y sigo guiando desde que inicié mis investigaciones en el año 1984, tras dos años de estudios sobre otro de los grandes temas tabú de la etapa franquista: la España de Sefarad. Haber sabido comprender que el gentilicio Hebreo procedía del nombre del país del Hebro, fue la clave que me llevaría a descubrir que España = Iberia = Sefarad había sido la matriz de la Civilización y de la propia especie humana. Después, cuando ya había construido toda mi tesis y escrito multitud de libros respecto a ella, vino el paulatino descubrimiento de todos esos investigadores eméritos que he ido mencionando y a los que, de manera inmediata, me propuse rehabilitar. Y lo he conseguido. De varios de ellos nadie se acordaba ya y hoy empiezan a ser conocidos y reconocidos, y el último nombre de esa cada vez más extensa relación es, precisamente, el de Julio Cejador. Hace sólo dos meses, el 23 de Abril del año 2004, estando en Barcelona con ocasión de celebrarse mi santo y el Día del Libro, uno de mis lectores más queridos, Javier Zarzuelo, me regaló uno de sus libros fotocopiados. En ese día, pues, y veinte años después de que yo iniciase mis investigaciones, vine a descubrir que no habíamos sido ni Imanol Aguirre ni yo quienes habíamos sido los primeros en identificar a la lengua baska como la más vieja del planeta. Julio Cejador, bebiendo en toda una pléyade de pensadores europeos, se nos había adelantado en un montón de décadas. Imanol Aguirre, que construyó sus tesis a partir de las de Cejador, ocultó siempre este dato fundamental. Yo, a pesar de que no le debo absolutamente nada a este sabio aragonés, preferiría morirme antes que silenciar su nombre. Porque, aunque muchos parezcan no querer enterarse de ello, no existe sabiduría digna de tal nombre allí donde no existe, paralelamente, la honradez. Lo que hace que la historia de la evolución del conocimiento humano no se haya construido jamás sobre el endeble andamiaje de los engaños, de las ocultaciones o de las apropiaciones indebidas, sino sobre el sólido, inamovible y admirable cimiento de la bondad, de la honestidad y del amor a la Humanidad por encima de todas las cosas. Y mal puede amar a la Humanidad en su conjunto, quien buscando el medro de su vanidad ofende al propio concepto de humanidad al tratar de erigir el monumento de su mérito sobre el pedestal del mérito ajeno.

 

La historia de la Ciencia es la historia de la bondad mejor entendida; de la bondad de la renuncia, de la bondad del desprendimiento, de la bondad del sacrificio, de la bondad del sufrimiento... Y, también, de la bondad del empeño por contribuir a erigir el edificio del conocimiento, sobre la mayor de las renuncias que un ser humano pueda realizar: la de su propia vida.

 

Cejen, pues, todos los plagiadores en su sucio y estéril empeño. Porque de la lectura de las páginas precedentes se desprende que ningún plagio acaba quedando impune y que, aunque a veces tengan que transcurrir siglos para ello, la verdad termina imponiéndose siempre sobre el engaño. Quede aquí claramente expresado mi desprecio hacia quienes construyen su medro valiéndose del mérito ajeno. Quede aquí claramente reflejado mi propósito de desenmascarar a quienes, huérfanos de talento, usurpan el ajeno para enjalbegar la fachada de su grisácea y patética mediocridad.

 

 

La senda hacia el descubrimiento del origen del habla          Inicio

 

Las más viejas formas de escritura del planeta se encuentran en la Península Ibérica. Y ello ya desde época paleolítica. Lo que convierte en un chiste todas esas cábalas respecto a si la escritura nació en la India hace 5500 años o en Egipto algún tiempo más tarde. Ni en un sitio ni en otro. Y voy a seguir aportando pruebas de ello, recurriendo en este caso a un libro publicado en 1868. Se trata de las Antigüedades prehistóricas de Andalucía, escritas por Manuel de Góngora. Uno de tantos libros como antes se editaban en España, escritos por hombres eminentes y repletos de pruebas que unos y otros se han ido encargando de hacer desaparecer.

 

Para comprender el talante de Manuel de Góngora nada mejor que estas palabras de presentación escritas por él mismo: Los alemanes distinguen entre dos clases de doctos: unos que sólo piensan en el objeto científico y en la verdad; y otros que antes que todo piensan en sí mismos, en su fama y en su vanidoso nombre. Quiera Dios que pueda yo contarme entre los primeros, pues datos es lo que faltan a la ciencia y sobran sermones y elucubraciones. Sabias palabras que, ocioso es decirlo, suscribo de forma apasionada.

 

Manuel de Góngora reproduce en su obra un buen número de signos encontrados en cuevas y sepulcros de Andalucía, habiendo sido él mismo el descubridor de algunos de ellos. Por eso escribe con legítimo orgullo: Este descubrimiento es exclusivamente mío y me proporciona la gloria de ser el primero en España que da a conocer una escritura prehistórica enteramente nueva y desconocida. Y parece indudable que lo era, ya que Julio Cejador y el alemán Waldemar Fenn son posteriores a Góngora.

 

Manuel de Góngora nos habla de las Cuevas de Carchena, descubiertas en 1848 cerca del monte Horquera, no lejos de Torre del Puerto:

 

El ansia de buscar tesoros hizo que las escudriñasen ciertos vecinos de Baena, dando con unas sepulturas... y con numerosa colección de lajas sueltas donde aparecían estraños geroglíficos. Lleváronse a Baena secretamente, se guardaron y aún guardan con misterio como receta segura de la anhelada riqueza.

 

Y reproduce en su libro el dibujo de dos de ellas. Dibujo en el que puede apreciarse que no se trata de planos para localizar un tesoro, sino de escritos cuya antigüedad debía ser enorme. Y digo debía porque es obvio que esas tablillas de piedra han pasado a mejor vida. Como casi todo lo que ha aparecido en España. Por eso resulta una misión tan titánica la de redescubrir su pasado: porque han sido tan grandes la ignorancia y la codicia en la vieja Iberia, que todo cuanto de valor se descubre, primero se oculta y a la postre se pierde. Como aguda y chuscamente escribiera mi cuarto hijo, Ibán: la prueba de que el Paraíso estaba en España es que no se ha encontrado. Si la cuna de la Humanidad hubiera estado en cualquier otra parte del mundo, ya se habría localizado hace tiempo. Pero aquí no hay forma. Entre el clero, los buscadores de tesoros, los coleccionistas, los afectos a los detectores de metales, los mangantes que especulan con todo lo antiguo, ciertos arqueólogos que volatilizan los hallazgos que comprometen sus tesis y, en fin, los ignorantes que destruyen todo lo que tiene aspecto de viejo, ya me dirán ustedes cómo se pueden aportar pruebas que refrenden la primogenitura histórica de la antigua Hespérida...

 

Nos habla también Manuel de Góngora de una preciosa colección de pinturas prehistóricas descubiertas...

 

... en Piedra Escritá, en un lugar casi inaccesible, habitación de fieras y cabras monteses. Pasado el río de los Batanes, en remotísima edad y con arte y simetría, se cortó a pico de espiochas la falda del peñasco, que es de pedernal fino, dejando una fachada o frontispicio de seis varas de alto y otras tantas de ancho, abriendo allí dos cuevas contiguas pulimentadas en sus cuatro caras. En los dos frentes esteriores aparecen más de sesenta símbolos o geroglíficos escritos con modo rústico y sencillo, con tinta rúbrica bituminosa. La media luna, el sol, una segur, un arco y flechas, una espiga, un corazón, un árbol, dos figuras humanas y una cabeza con corona se destacan entre aquellos signos, albores de la escritura primitiva.

 

Aunque no puedo entrar ahora en ello, todos esos grabados que ornaban el frontal de Piedra Escritá constituyen una auténtica antología de la más vieja mitología ibérica. Al tiempo que una prueba más de que la Mitología tuvo su cuna en Iberia. Cosa por otra parte lógica ya que las mayores invenciones hechas por la primera Humanidad -escritura, pintura, escultura, metalurgia, religión, astrología...- tuvieron que darse necesariamente la mano y ser gestadas por un mismo pueblo en un tiempo relativamente cercano.

 

¿Nos sorprenderemos, a partir de cuanto antecede, de que alguno de nuestros viejos historiadores denomine certeramente enuskera a la lengua de los Baskos, probándose así su parentesco con la lengua hablada en la supuesta primera ciudad de la Tierra, conocida en la Biblia con el nombre de Enokia?

 

¿Nos sorprenderá, así mismo, el hecho de que la lengua enuskera = euskera = eskuara resulte compartir su denominación con términos tan primordiales, en relación con cuanto venimos viendo, como puedan serlo las voces escuela y escribir?

 

Un investigador francocatalán al que me referiré más adelante, Juan Parellada de Cardellac, supo comprender no sólo la ancianidad de la lengua hablada por los Baskos, sino también su carácter incontestablemente autóctono:

 

Los primitivos autores del euskaro, abuelos de los vascos, vivían ya en su actual territorio en la época glacial, como está por otra parte plenamente demostrado en nuestros días.

 

Si los vascos han podido conservar su lengua es porque han mantenido, a través de milenios, su primitiva identidad racial, sus caracteres antropológicos ancestrales. La estricta probidad científica me obliga a declarar que los últimos trabajos científicos del Dr. de Bos, del Instituto Rockefeller, han demostrado que contrariamente a lo que se ha admitido hasta hoy, los genes ADN son susceptibles de mutaciones motivadas por agentes exteriores de clima y de medio ambiente. Ello implica que si el hombre vasco ha conservado íntegras sus características peculiares, ha sido en su medio ambiente, o sea en las montañas vascas.

 

El éuscaro es la lengua paleolítica de los territorios ibero-ligures, que no procede de ninguna parte sino que es autóctona. La lengua vascuence, como lengua prehistórica, constituye el monumento lingüístico más arcaico de Occidente, cuya conservación incumbe tanto a Francia como a España.

 

Cerca estuvo Parellada de comprender que detrás del euskera se oculta la primera lengua hablada por el ser humano, madre de todas las lenguas de la Tierra. Y tampoco estuvo lejos de vislumbrar esta verdad Miguel de Unamuno, a tenor de estas palabras que cita José Luis Comenge en su Ensayo sobre la geografía y las lenguas ibéricas y cuya redacción, un tanto deficiente, me he permitido corregir recordando mis tiempos de profesor de castellano en la Universidad de Bruselas:

 

Las crónicas nos hablan de los Iberos, de los Celtas, de los Fenicios, de los Romanos, de los Cartagineses y de las invasiones bárbaras y árabes. Todo esto induce a pensar que se produjo aquí una mezcla de todos los pueblos llegados de fuera, pero la realidad es que estos últimos no representan más que una ínfima minoría menor de lo que se cree y comparable a una delgada capa de aluviones sobre la roca viva de la población indígena y prehistórica de España.

 

Una forma como otra cualquiera de afirmar que las lenguas ibéricas no proceden del latín. Porque sería insensato pretender que esa delgada capa de aluviones hubiera podido prevalecer sobre la roca viva de nuestras hablas milenarias. Una idea que está también latente en estas sorprendentes palabras de Ramón Menéndez Pidal en su Estudio en torno a la lengua vasca:

 

No existen razones para negarse a creer, con Aranzadi, que el vasco es una de las lenguas que se hablaban bajo los dólmenes e incluso, tal vez, en las cavernas cuaternarias. Los hombres que hablaban esta lengua pueden identificarse con aquellos a los que los autores antiguos denominaban Iberos. El vasco representa el vestigio venerable de las lenguas ibéricas desaparecidas y merece por ello toda nuestra atención y el respeto que se debe a las reliquias de la Antigüedad. Estoy en condiciones de afirmar la influencia del elemento vasco en el desarrollo de las principales características de la lengua española.

 

Como he escrito anteriormente, sólo el hecho de que estas ideas de Unamuno y de Pidal no fuesen propias sino adquiridas, permite entender que ambos filólogos no llegasen a descubrir, a partir de ellas, no sólo que las lenguas romances no proceden del latín sino que la primera lengua hablada en el mundo tuvo su matriz a orillas del Cantábrico. Mucho más cerca estuvo de verlo un cura francés que merecería se le erigiera un monumento por su lucidez. Me refiero al Abate Espagnolle, autor del libro Origine des Basques:

 

El sustrato principal de la lengua francesa es prelatino. Yerran por lo tanto aquellos que la hacen derivar de la lengua latina.

 

Palabras tan clarividentes como contundentes... y ciertas. Siempre han ido los Franceses por delante de los Españoles en las cosas del pensamiento y de la cultura. No es extraño por ello que algunos de ellos se hayan negado a comulgar con ruedas de molino en lo tocante a la latinidad de las lenguas del Occidente de Europa. Por eso Franc Bourdier, en su libro Les origines de la langue basque, se expresa en estos términos no menos concluyentes:

 

Tengo la impresión de que el vasco no ha sido tomado suficientemente en consideración para la búsqueda de las etimologías francesas, incluidos los nombres geográficos. La mayoría de estas etimologías son rebeldes a las derivaciones latinas.

 

A estos dos Franceses clarividentes a los que acabo de referirme, se unen varios sabios europeos cuyos nombres merecen ser recordados en el momento en que, al descubrirse a orillas del Cantábrico las más antiguas manifestaciones escritas de la historia de la Humanidad, se prueba de manera concluyente que todas las lenguas del planeta nacieron en ese mismo contexto geográfico en el que se habla la lengua baska, desde hace tanto tiempo postulada como la más antigua de cuantas existen. Y con el fin de acabar con tópicos como los que hoy circulan y de probar los vínculos que, desde siempre, han unido a Kántabros y a Baskos, bueno será que empiece por recordar estas palabras del Doctor Alfonso de Guevara en su Fundación y Antigüedad de España y conservación de la Nobleza de Cantabria, publicado en Milán en 1586:

 

Tratando de Ibero, segundo Rey de España, hacen gran memoria Alberto Magno, Solino y Poliodoro, cómo el río Hebro nace en el remate de los Perineos, en los confines de los Cántabros, vulgarmente llamados Vizcaynos, y lo que digo dellos digo de los Guipuzcoanos, que todos son Cántabros superiores, porque es toda una gente, una nación, una lengua, una antigüedad, una nobleza y un valor...

 

Esto dicho, escuchemos ya a los pensadores europeos de los que fuera discípulo el eminentísimo aragonés, Julio Cejador:

 

Herder (Memorias de la Academia de Berlín): Hallo muy probable que todo el linaje humano provenga de un solo tronco y que las lenguas se deriven de una sola primitiva, más bien que de diversas fuentes.

 

Julio Klaproth (prefacio de "Asia políglota"): La afinidad universal de las lenguas está rodeada de una luz tan resplandeciente, que todo el mundo debe considerarla como enteramente demostrada. Lo cual sólo se puede explicar suponiendo que los retazos de la lengua primitiva, se hallan todavía desparramados por todos los idiomas del antiguo y nuevo continente.

 

Alejandro Humboldt (Epígrafe al "Asia políglota" de Klaproth): Por aisladas que parezcan algunas lenguas, por raras que parezcan sus caprichosas maneras de expresión y sus dialectos, todas tienen analogía, y sus idénticas y comunes relaciones quedarán todavía más patentes a medida que la historia filosófica de los pueblos y el estudio de los idiomas vayan perfeccionándose.

 

Max Müller ("Lectures"): En la portentosa fecundidad de la primera emisión de los sonidos y en la instintiva selección de las raíces, hecha después por las diversas tribus, podemos hallar la explicación de la diversidad de las lenguas, como nacidas todas de una sola fuente. Podemos comprender no solamente cómo se formó el lenguaje, sino también cómo hubo de escindirse en tantos dialectos; y estamos convencidos de que sea cual fuere la diversidad que haya en las formas y raíces del habla, no puede sacarse de semejante diversidad ninguna prueba concluyente contra la posibilidad de un origen común. La ciencia del lenguaje nos levanta a una altura desde donde podemos atalayar la aurora de la vida humana, y donde la frase del Génesis de que en toda la tierra no había más que una sola lengua, nos ofrece un sentido más natural, inteligible y científico que el que antes conocíamos. Mejor que ningún otro monumento de la tradición, el fenómeno del lenguaje da fe de las luces que rodearon a la cuna de la Humanidad.

 

Gonlianoff (Discurso sobre el estudio fundamental de las lenguas, París 1822): La sucesión de los hechos anteriores a la historia, borrándose con los siglos, parece oponerse a la unidad del linaje humano. Si algún día osara algún filósofo asentar la multiplicidad del origen del humano linaje, la identidad de los idiomas todos vendría a desenmascarar el error y llegaría a convencer con su autoridad a los más convencidos de lo contrario.

 

Jacobo Grimm ("Acerca del origen del lenguaje", Berlín, Dümmler 1852): Si el lenguaje hubiera sido un don celestial dado al hombre y creado sin él y fuera de él, la ciencia no tendría derecho ni medios para buscar su origen; pero si es obra humana, si ofrece un derrotero y un desarrollo regular, es posible llegar hasta su cuna por medio de legítimas inducciones.

 

Julio Cejador ("Introducción a la ciencia del lenguaje", Madrid, 1911): ... los pocos que han sostenido la pluralidad originaria de los idiomas, no formaron tal juicio estudiando las lenguas. La lingüística en cuanto tal ha llevado siempre a creer en la unidad originaria del lenguaje. Lejos estaban Platón y Humboldt de recurrir a la intervención inmediata de la divinidad en el origen del lenguaje, y no menos lo estoy yo, que trato de exponer el origen del habla de una manera tan natural como el origen del gesto, de la fisonomía, de la visión y de la locomoción.

 

 

 

Antecedentes en el descubrimiento de la escritura:

 

1. Julio Cejador           Inicio

 

Julio Cejador, como Marcelino Sanz de Sautuola, tuvo también su aliado y adalid en un eminente erudito catalán, P. Bosch-Gimpera. A éste me remito, pues, y a su prólogo al libro de Cejador Ibérica -I-, antes de pasar a reproducir algunas de las tesis defendidas por el lingüista aragonés:

 

Cuando terminaba la corrección de las pruebas del presente trabajo sobre las antiguas inscripciones ibéricas, pasó a mejor vida el que fue sabio Profesor de Lengua y Literatura Latinas de la Universidad de Madrid, D. Julio Cejador y Frauca, filólogo eminentísimo y de vastos conocimientos, perito a la vez en las lenguas orientales, en el griego y en el latín, así como en la filología románica, pensador de gran originalidad y de ideas personales en sumo grado.

 

Su producción copiosa, de la que buena parte se halla todavía inédita, acerca de la historia del castellano, de sus orígenes y del vasco, no sólo como lengua primitiva de España, sino como lengua en la que debían buscarse, según él, las raíces de las demás, deja una profunda huella.

 

El problema del vasco le llevó a estudiar las antiguas inscripciones ibéricas, que creyó poder descifrar a través del vascuence, después de haber hallado un nuevo sistema de lectura de los alfabetos en que están escritas y que creyó el primero de las civilizaciones históricas...

 

Sin duda los resultados de Cejador habrán de ser muy discutidos y nosotros, que no somos filólogos, no sabríamos formar una opinión acerca de este difícil problema, que viene discutiéndose desde los tiempos de Humboldt. Creemos, sin embargo, que el trabajo en que el difunto maestro puso todo su entusiasmo y que meditó y retocó cuidadosamente durante mucho tiempo, es uno de los mayores esfuerzos hechos para resolver el problema, así como también creemos que debe ser tomado en consideración y estudiado por los especialistas, sobre todo por los filólogos que se ocupan de la lengua vasca. El propio Cejador les invitaba, al terminar su obra, con la ecuanimidad propia del verdadero hombre de ciencia, a que la discutiesen serenamente.

 

De tal discusión esperamos mucha luz. ¡Desgraciadamente en ella no podrá intervenir ya Cejador, que tantas ilusiones cifraba en este trabajo que, en cierta manera, venía a darle la clave de una gran parte de su labor filológica!

 

Escuchadas las cariñosas palabras de Bosch-Gimpera, conozcamos ahora algunas de las tesis de Julio Cejador en relación con el origen del lenguaje y de la escritura:

 

Desde que se publicó la obra de Manuel de Rougé, Mémoire sur l´origine égyptienne de l´alphabet phénicien (París, 1874), se admite generalmente que el origen del alfabeto está en los jeroglíficos egipcios. Muchos comienzan ya a dudar y a mirar a las islas del Mediterráneo y aun hacia España. La cultura minoana de Creta y la ibérica de España comienzan a revelársenos como las más antiguas del Mediterráneo. Cuando al alfabeto ibérico -llamado celtibérico o de letras desconocidas y que debería llamarse español o euskérico, puesto que es el propio de los antiguos españoles o del euskera, habla primitiva de España- desde fines del siglo XVI en que se dio a conocer, no se ha podido descifrar ni una sola palabra: ha sido el mayor fracaso que se conoce en achaque de inscripciones.

 

(...) Bien sabía Hübner (Monumenta linguae ibericae, Berolini, 1893) que tenemos en España todavía un idioma antiquísimo, (pero) como veía que los sabios españoles no daban la menor importancia al vascuence y no sólo no lo sabían ni trataban de estudiarlo, sino que se reían de los que se acordaban de este idioma, no se tomó el trabajo de aprenderlo. Él y los sabios españoles merecen en este punto seria censura. Si el vascuence es continuador del idioma ibérico, por muy cambiado que esté en él aquel idioma, siempre sería de ayuda inapreciable. (...) Este menosprecio de un idioma que tenían dentro de su propia casa, ha sido la verdadera causa del vergonzoso fracaso de no haberse podido descifrar ni una sola palabra ibérica. (...) "Domine" me han llamado en letras de molde y hará ya la friolera de veinte y tantos años que se dijo que "era lástima que tuviera yo la chifladura del vascuence". La frasecita sigue repitiéndose, en vez de refutar algo de lo mucho que acerca del vascuence llevo escrito y publicado hasta la fecha. (...) Desde el siglo XVIII los eruditos españoles sienten verdadera tirria contra el vascuence y ni admiten la tesis de Humboldt (el euskera, lengua primitiva de Iberia), admitida por la mayor parte de los sabios extranjeros.

 

Dan por enteramente averiguado que el vascuence no tiene nada que ver ni sirve para nada tratándose de inscripciones ibéricas ni de castellano. Ceguera increíble, menosprecio injustificado de un idioma que, aunque no hubiera tales inscripciones, deberían estudiarlo nuestros eruditos como el monumento más venerable y antiguo de España. El vascuence, por ellos menospreciado, les ha jugado una mala partida, mejor dicho, les ha dejado en su ignorancia por no haber acudido a él que les hubiera alumbrado.

 

Las pruebas aducidas por mí sobre que el vascuence se habló por toda España y, tal, que no difiere del vascuence hablado hoy, son tan evidentes que, entre los escritores españoles se va notando ya algún cambio, dando como cosa averiguada que el vascuence se habló en otro tiempo fuera del país vascongado y aun por toda España; aunque (...) el estudio del vascuence es harto espinoso y pide gran desinterés por no dar honra ni provecho. Mis argumentos, ¿cómo van a tomarlos en cuenta los que me tienen por un dómine y por un chiflado en materia de vascuence?

 

(...) Ello supone gran cultivo de las letras entre los españoles en su propia lengua, el vascuence, antes de llegar acá los romanos. La mayor parte de los historiadores no se explicaban el dicho de Estrabón de que los turdetanos tuvieran escritos literarios tan antiguos como él dice. ¿Pero no tenían su alfabeto, que veremos supone muchos siglos de vida y de evolución? Los historiadores romanos para nada hablan de los españoles, si no es como guerreros que tanto les dieron en qué entender. La civilización romana hundió la civilización española, hundió su literatura, su lengua, su alfabeto. Fuera de ese texto tan general de Estrabón y de otro de Silio Itálico, en que dice que ciertos españoles cantaban versos en su idioma, nada nos dijeron los romanos de aquella nuestra cultura.

 

(...) Otra cosa queda probada y es que el vascuence de aquella época remota no ha cambiado en lo más mínimo. Duras de aceptar parecerán estas conclusiones a los enemigos del vascuence: pero ellos se tienen la culpa, porque el sabio no ha de tener malquerencia ni mirar de malos ojos ninguna cosa, si quiere dar con la verdad.

 

(...) Y digo del alfabeto y no de los alfabetos, porque aunque en cada región y época se emplearon unos signos más que otros, todos pertenecen a un solo alfabeto evolucionado en épocas y regiones y los signos principales se hallan en todas las regiones y épocas.

 

(...) Resumiendo, las letras primitivas son ideogramas, sobre todo de la conformación de la boca al articular los sonidos, ideogramas de la articulación. Nada de esto se vislumbra en los alfabetos fenicio ni griego. No puede ser casualidad esta pintura en todas las letras, de modo que hay que confesar que tal fue la intención de los hombres que inventaron la escritura, que fueron los euskaldunas. Tenemos, pues, aquí el origen del alfabeto y de la escritura entre los mismos que aún conservan el habla primitiva. Nada más natural.

 

(...) Lo segundo que se saca de este estudio es que el alfabeto ibérico es muy antiguo, aunque no podamos precisar cuándo se inventó. La evolución de formas hasta olvidar el valor ideológico de los que lo inventaron requiere mucho tiempo. Además, de este alfabeto veremos que salieron el fenicio, el griego y hasta el hiératico de Sumer y Acad, del cual salieron los signos silábicos de las inscripciones cuneiformes de Asiria y Babilonia. Es, pues, anterior a la cultura babilónica y asiria, a la egipcia y a la cretense o minoana, esto es, anterior a todas las culturas que conocemos. Los signos de nuestro alfabeto se derramaron por el Mediterráneo y llegaron hasta la India e Indochina en último término. Lo probable es que se inventara en la Edad de Piedra, antes de la época de la gran agricultura, que convirtió en sedentarios a los pueblos antes nómadas y cazadores.

 

No sabemos cómo se llamaba cada signo del alfabeto entre los euskaldunas; pero de sus nombres debieron salir los que se conservan entre griegos y semitas, algo modificados...

 

(...) cuando se redactaron las inscripciones y medallas que poseemos se había ya olvidado el valor propio y digamos etimológico de los signos. El mismo hecho prueba la antigüedad grande del alfabeto, pues para que así se pierda el valor ideológico y propio sonido de cada signo silbante, confundiéndose todos ellos, muchos tiempos son menester que transcurran.

 

Inscripciones de Portugal. Son sin duda las más importantes por todos conceptos. Las letras son de las más antiguas y sin mezcla de signos de alfabetos extraños o de signos ambiguos. Apenas si hay que suplir nada. Son finalmente tan artísticas en el trazado y de tan denso contenido ideológico, que puede asegurarse que tenemos aquí las más antiguas muestras literarias que conocemos de España. El idioma es francamente el vascuence sin lugar a dudas.

 

(...) Hay que convenir en que el griego y latín tienen letras ibéricas que no tiene el fenicio, es manifiesto, y que no se derivaron de las correspondientes fenicias. ¿Vinieron de Grecia a España o de España fueron a Grecia? La respuesta es la misma que dimos a la pregunta de si vinieron a España las letras ibéricas saliendo de las fenicias o las ibéricas dieron las fenicias. En España se hallan todas las griegas y latinas y con su clara derivación mediante la jucla de las formas primitivas; en Grecia no se halla explicación de la jucla ni de las formas jucladas, ni se hallan todas las primitivas que de las jucladas salieron, ni se halla explicación alguna de ninguna de las letras, como se hallan en España. Luego de España salió el alfabeto griego...

 

Gloria de España es poseer todavía el habla más antigua y de la cual se derivaron los idiomas todos que conocemos, el habla natural, nacida de los gestos, principalmente de los gestos de la boca o articulaciones. Con ella se conservó el alfabeto primitivo.

 

Quedaron atrás los tiempos míticos de los vascófilos que, desconociendo la lingüística como ciencia del lenguaje, que todavía no había nacido, nos presentaron atisbos de la verdad a vueltas de mil elementos míticos y misteriosos, de patrañas que les desacreditaron. Con mis trabajos ha entrado la luz de la ciencia en aquel bosque tenebroso.

 

(...) Cómo del vascuence salieran las lenguas indoeuropeas, lo hallará el curioso recogida y ceñidamente en mi Diccionario etimológico-analítico latino-castellano.

 

El descubrimiento del alfabeto primitivo confirma mi descubrimiento del origen del lenguaje: el idioma primitivo y su alfabeto y escritura tenían que ir a la par y hallarse en la misma raza española.

 

Sólo me queda rogar a los verdaderos sabios, quiero decir, a los que buscan sólo la verdad, lean con serenidad este mi trabajo, como leyeron los demás míos, y me comuniquen las rectificaciones de yerros que sin duda en tan espinosa materia no habrán de faltar, a pesar de todos mis esfuerzos.

 

 

2. Waldemar Fenn          Inicio

 

Discípulo, sin duda, de Humboldt y conocedor de la obra de Julio Cejador, el ilustre arqueólogo germano Waldemar Fenn consagró la última parte de su vida a demostrar que la Península Ibérica había sido la cuna de la civilización. Así lo establece en su libro Gráfica prehistórica de España y el origen de la cultura europea, autoeditado en Mahón en el año 1950. Nadie mostró el menor interés por publicar un libro clave para descifrar los orígenes de la escritura, por lo que nada debe extrañarnos que más de medio siglo más tarde, la Arqueología siga buscando la cuna de la escritura en las antípodas de donde se encuentra. Julio Cejador y Waldemar Fenn son hombres y nombres, hoy, absolutamente desconocidos. Al francés Champollion, sin embargo, cuyo descubrimiento está a miles de años luz en importancia de los realizados por Cejador y Fenn, le conocen hasta los escolares. Resulta patético.

 

A diferencia de otros sabios europeos, Waldemar Fenn no sucumbió cautivado al canto de sirena de la mitología ibérica, ni tampoco se vio deslumbrado por el arcaísmo de la lengua de los Baskos. Fenn es completamente ajeno a esas cuestiones y su fascinación por la cultura ibérica va a plasmarse en el afán por descifrar el oscuro y crucial significado de nuestra riquísima -y única- escritura paleolítica.

 

El camino elegido por Fenn no tiene, pues, precedentes ni mantiene paralelo alguno con el de todos aquellos que con mayor o menor fortuna, talento e inspiración hemos buceado en las procelosas profundidades de la lengua conservada por los Baskos. Fenn prescinde de todas las noticias concernientes a la antigüedad de España y se centra exclusivamente en el estudio de todos esos enigmáticos signos trazados por el hombre de la Prehistoria y a los que tan escasa, por no decir nula atención se ha venido prestando hasta la fecha. Suele ser norma habitual la de despreciar o ignorar aquello que se es incapaz de interpretar. Las conclusiones de Fenn no tienen desperdicio, por lo que -como he hecho en el caso de Cejador- reproduzco algunas de las más significativas:

 

Las innumerables manifestaciones cosmológicas y religiosas que se encuentran sobre la tierra ibérica, claras fuentes de la sabiduría más antigua, nos ofrecen un incomparable tesoro de altísimo valor ético. Desde tiempos más remotos que en ningún otro país del mundo, ya se nos presenta la gráfica ibérica con sorprendente riqueza de sublimes ideas y elevadísima espiritualidad.

 

En infinidad de lugares y en los más diversos emplazamientos de la península Ibérica -sobre rocas yacentes o escarpadas, al aire libre, en santuarios y cuevas, en dólmenes y sobre losas de tumbas relacionadas con el culto a los muertos- encontramos tales signos esculpidos o pintados. Se presentan en forma de símbolos aislados y hasta en grupos de amplias composiciones de figuras muy variables, grabadas con gran maestría en piedras, desde la blanca arenisca hasta el más duro granito. En todo el Neolítico español, desde fines del Paleolítico hasta su perduración en la Edad de Bronce, podemos seguir la evolución de estos signos hasta su transformación en la verdadera escritura ibérica.

 

También en numerosos objetos de culto y amuletos vemos expresadas las mismas ideas cosmosóficas que, con las anteriormente citadas, forman un conjunto armónico y trascendental. Es así mismo interesantísimo observar cómo la cultura nacida en el suelo ibérico extiende su influencia en todas direcciones, llegando hasta los países limítrofes del Mediterráneo oriental.

 

Al final de la última época glacial, la península Ibérica juntamente con las partes pobladas de la Europa occidental y el Norte de África, formaba una gran unidad cultural primitiva y de asombrosa uniformidad.

 

En el pueblo vasco es donde se encuentra más conservado el tipo ibérico. Euskadi representa hoy para la moderna ciencia lingüística la clave para el estudio de un antiguo y auténtico idioma ibérico. Encontramos, además, en las rocas cantábricas los testimonios más numerosos y expresivos de la astronomía y cosmografía antiguas; pero la máxima importancia de este rincón cantábrico la constituyen dos de las manifestaciones del espíritu humano que debemos calificar como las más altas y más antiguas del continente europeo y quizá del mundo. Sin exageración, puede otorgarse a las pinturas de la cueva de Altamira el título de maravilla del arte, de la misma manera que el mapa celeste de las peñas de Eira d´os Mouros puede conceptuarse como un milagro de la ciencia.

 

Mientras el Oriente, con la interpretación de figuras y personificaciones fantásticas, llegaba a un politeísmo ilimitado, en el Occidente se iba formando el más absoluto monoteísmo, la revelación de un ser divino y omnipotente como única y suprema explicación de los misterios del cosmos. (...) Eran intuiciones de una profunda religiosidad que no permitía ninguna personificación directa del Ser divino, sino solamente un símbolo para satisfacer el deseo humano de poseer o llevar algún objeto sagrado o símbolo de la Deidad. Tales ídolos y amuletos no eran, seguramente, objetos de adoración, sino solamente signos de la comunidad religiosa y al mismo tiempo de protección divina.

 

La inmensa riqueza en metales y las magníficas obras de los artesanos en oro, plata, cobre y marfil, y de su arquitectura megalítica; el florecimiento en la cría de caballos y la domesticación de todos los animales útiles; el cultivo de frutas exquisitas, legumbres y de los mejores cereales, está bien atestiguado en la antiquísima Iberia. Hoy nos demuestra la Prehistoria que tales adelantos estaban ya en poder de los iberos, muchos milenios de años antes del nacimiento de Platón y hasta en los tiempos más remotos. También en las obras de Estrabón y Diodoro, en noticias de Euphoros, Tukydides y Philistos, encontramos referencias a la llamada cultura atlántida y la extensión de la población ibérica hacia Italia y Sicilia, y desde allí aún hacia el Mediterráneo oriental. Muy interesantes son también las múltiples referencias mitológicas sobre el origen occidental de ciertos dioses y diosas y de bases fundamentales de legislación. También son notables las afirmaciones sobre el adelantado estado de las observaciones astronómicas y las relacionadas con el calendario en Occidente, y que los griegos recibieron de allí importantes conocimientos en tales ciencias.

 

Si comparamos la arquitectura del Oriente con sus contemporáneas megalíticas y ciclópeas del Mediterráneo (...) nos inclinaremos a favor de un origen occidental o ibérico.

 

Ofuscados por el posterior de la cultura greco-romana hacia el Occidente, y el gran adelanto de las investigaciones arqueológicas practicadas con absoluta preferencia en el Mediterráneo oriental, se llegaba a la convicción de que toda la cultura europea tenía su origen en el Oriente, estableciéndose así un verdadero dogma científico, del cual es su más expresivo error la increíble aseveración que supone a los fenicios como procreadores de la cultura ibérica. Pero con las pruebas que aporta el Paleolítico ibérico (...) la situación del cuadro prehistórico experimenta una variación esencial en todos los aspectos.

 

Por eso se puede entender que la generación pasada de investigadores en el terreno ibérico, salvo pocas excepciones, fuera seducida también por la hipótesis orientalista, que menosprecia las facultades intelectuales del Occidente. Todo lo que aparecía de alguna importancia en el espacio vital de los iberos, se creyó influido, hasta lo más mínimo, por las culturas egipcia y griega, si no importado directamente por los fenicios. Es deplorable que se juzgara la actividad cultural del occidente europeo con un juicio tan devastador. (...) Así mismo, es también extravío la subordinación cronológica de la cultura ibérica .... a los sucesos en el Oriente. (...) Con las pruebas de que la antiquísima Iberia y, con ella, el Occidente europeo, gozaban -ya en épocas remotísimas de la Humanidad-, de una cultura espiritual de suma importancia, cambian de orientación infinidad de cuestiones relacionadas con el pasado.

 

Rehuso la forma simplista de resolver ciertos problemas de nuestra Prehistoria, apelando a las comparaciones directas con la etnología, por ejemplo, del negro australiano. La vida y la mentalidad de las razas inferiores que viven aún hoy en estado primitivo o volvieron al primitivismo con restos degenerados de culturas más elevadas, no reflejan nunca el intelecto de las razas superiores. Por esto, me parece más adecuado estudiar al europeo primitivo en examen retrospectivo, sondeando el alma del hombre occidental. Así, encontramos las bases intelectuales y los elementos básicos bien conservados en innumerables mitos, cuentos, fábulas, costumbres antiquísimas y, también, en creencias y sentimientos íntimos del hombre actual.

 

¿Oriente u Occidente? Las opiniones respecto a esta diatriba, oscilan entre el tradicional y dominante orientalismo y los ensayos de conceder también al Occidente el debido y justo aprecio de su colaboración en el desarrollo cultural del mundo antiguo. A favor del Occidente, lucharon en primer lugar Bosch-Gimpera, Much, Penk, Loeher, Krause, Faidherbe, Reinach y Wilke...

 

Lo que sabemos de antiguas fuentes literarias sobre la vida y cultura de los pueblos ibéricos y germanos, pertenece a épocas muy tardías. Las opiniones de los escritores romanos sobre los Bárbaros del Occidente, están influidas en su mayor parte de la misma arrogancia con que hoy hablan de sus vecinos y propios antepasados, las naciones que han conocido un rápido progreso técnico y económico. Los pocos pero muy importantes relatos sobre una alta y antiquísima cultura de origen occidental, no encontraron la debida consideración. Además, es deplorable que en la vieja Europa las pasiones políticas enturbien todavía el claro entendimiento de los sucesos históricos y prehistóricos.

 

Europa, en su desmembración política, ha olvidado que su florecimiento brotó de una comunidad racial y cultural inseparables e indestructibles, a pesar de toda disensión particularista. No obstante tantas mezclas de sangre, migraciones de tribus y acontecimientos bélicos, se conservaba el modo de ser y la espiritualidad europea con caracteres propios que se distinguen, evidentemente, de todos los círculos raciales y culturales asiáticos y africanos.

 

Con gran anterioridad al asombroso desarrollo de la cultura griega y a su subsiguiente despliegue hacia el Occidente, hubo un gran movimiento, perfectamente documentable, del Oeste europeo en dirección al Este. Los portadores de esta evolución fueron las razas mediterránea y nórdica que aún hoy presentan el contingente más valioso y dominante en las zonas del Occidente que ya habitaron desde el Paleolítico.

 

Me atrevo a pretender que el primer impulso de la arquitectura megalítica de Egipto, llegó del Occidente mediterráneo. En los dólmenes y tumbas más antiguas de Egipto se encuentra, entre los restos humanos, la raza mediterránea tan bien representada como en todos los monumentos megalíticos del Mediterráneo occidental. Y en todo el Norte del continente africano surge una cultura neolítica correspondiente a la ibérica. Y desde las Islas Canarias hasta el Nilo aparecen esqueletos y momias con caracteres europeos. Es digno de mencionar, por otra parte, que la más antigua religión egipcia era monoteísta.

 

Mientras la mitología egipcia llegó, a base de concepciones plasmadas en objetos concretos, a un politeísmo ilimitado, fundóse la religiosidad ibérica en una alta cosmosofía y en un monoteísmo absoluto. Y así como en el Oriente las escrituras nacieron influidas por la predilección de representar algo material, la escritura ibérica procede, sin duda alguna, del simbolismo abstracto del Neolítico del Occidente.

 

Indudablemente, el simbolismo egipcio (grabado en las rocas de diorita cercanas a la segunda catarata del Nilo) se presenta en el Occidente europeo con una anterioridad de 5000 años, cuando menos.

 

Aunque la literatura hebrea está muy influida por la semítica y egipcia, el monoteísmo absoluto de la religión israelita es diametralmente contrapuesto a todo el politeísmo oriental. El reino de Jehová se nos presenta como una isla europea en el Oriente antiguo.

 

Los primeros alfabetos del Occidente conservaron todavía el carácter de los símbolos y signos religiosos y astronómicos anteriores. Más tarde, el deseo de embellecer las letras y con el progreso de las artes, especialmente la arquitectura, se intenta armonizar el aspecto de las líneas escritas. Aunque los griegos y los romanos crearon en tal sentido estilos peculiares, dudaron ellos mismos del origen autóctono de sus escrituras. Comparando las letras ibéricas, germánicas, británicas, escandinavas, itálicas, griegas y, finalmente, las cretenses y fenicias, incluyendo también las europeas modernas, no queda otra solución que afirmar su origen común y éste no puede ser otro que el remotísimo simbolismo occidental. En capítulos anteriores hemos estudiado el desarrollo de los ideogramas ibéricos hasta los límites de la época glacial.

 

Conocemos los altos talentos de los pueblos del Occidente por su arte paleolítico, sus grandes facultades espirituales y por sus admirables conocimientos astronómicos, que sobrepujan todo lo que cualquier otro país del mundo pudiera presentar.

 

Teniendo en cuenta, pues, las conclusiones resultantes de nuestro estudio, debemos reconocer que los habitantes del extremo Oeste de Europa y especialmente de la Península Ibérica, ofrecieron -ya en las épocas más remotas de la Humanidad- valores éticos al mundo antiguo de incomparable importancia y máxima trascendencia. Estos valores forman la base de las insuperables ofrendas culturales que la Europa moderna presta al mundo entero. La gran familia de los pueblos europeos debiera recordar el origen común de su elevada cultura y civilización, a cuyo desarrollo cada una de las naciones europeas dedicaba sus mejores esfuerzos.

 

Europa es una comunidad racial que se honra a sí misma distinguiendo con el más profundo respeto y gratitud a nuestros remotos antepasados, fundadores del espíritu e idealismo europeos. Pero a la vez, hemos de reconocer sin reservas que el centro más antiguo y fundamental de la cultura europea es el círculo ibérico, con su religión astral y monoteísta.

 

 

 

El origen cantábrico de la palabra escritura          Inicio

 

Desde antiguo, vengo defendiendo que la escritura nació en la Península Ibérica y que España está sembrada de vestigios de escritura prehistórica, por mucho que muy pocos hayan sido capaces de verlo. Porque nuestros antepasados, que eran particularmente lúcidos, ya habían previsto que la madera y las pieles sobre las que escribían no iban a llegar demasiado lejos. Y de ahí el que convinieran en la necesidad de escribir sobre piedra. De labrar su escritura. De hecho, ahí está la propia palabra escribir, construida sobre la misma raíz que esculpir. Y a la vista está que el término griego eskytale (mensaje escrito sobre cuero) es prácticamente la misma palabra que escultura.

 

La mayoría de los textos que nos han legado los tiempos prehistóricos, ora yacen enterrados ora han perecido víctimas de la erosión. Queda sólo, como única evidencia manifiesta, la de los escritos grabados o pintados en las grutas, abrigos, peñas, acantilados o megalitos del antiguo País de Occidente. Léase, de la Península Ibérica y de su apéndice del Sur de Francia. Lo que no es óbice para que, víctimas aún del espejismo asiático, todos los especialistas en la materia sigan devanándose los sesos en el empeño por dilucidar si la cuna de la escritura se encuentra en la India, en Mesopotamia, en Egipto o, incluso, en las islas del Mediterráneo oriental. Y así, en tanto que para unos las primeras letras o pictogramas se modelaron en China, para otros -la mayoría- es incuestionable que la matriz de la escritura se encuentra en el Oriente Próximo. Por supuesto, a nadie se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la escritura haya podido nacer en Occidente. Bueno, a nadie excepto a tres lingüistas geniales, hoy absolutamente olvidados, llamados Manuel de Góngora, Julio Cejador y Waldemar Fenn. Acabo de referirme a ellos.

 

W. Fenn, como yo antes de saber de su existencia, comprendió que todas las pinturas y grabados rupestres, paleolíticos, que ilustran las grutas y abrigos ibéricos y galos, tuvieron el carácter de escritura. Por mucho que seamos incapaces de entenderla. De ahí la importancia de descifrar, para siempre, todas esas pinturas y garabatos que los arqueólogos han contemplado, hasta ahora, como simples curiosidades. Porque la identificación del país en el que naciera la escritura puede contribuir poderosamente al esclarecimiento de nuestros orígenes, al caer por su propio peso que el país que inventase la escritura -léase la transmisión de ideas y de conceptos a través de símbolos convencionales- hubo de ser al propio tiempo el que alumbrase la civilización. O, lo que viene a ser lo mismo, el que viera nacer a la primera Humanidad merecedora de tal nombre; a las primeras sociedades humanas netamente racionales o inteligentes.

 

Una de las dificultades con la que nos enfrentamos a la hora de identificar la cuna de la escritura, es la de la escasa fiabilidad de las dataciones. Porque a la dudosa exactitud de la datación de las piedras o arcillas sobre las que se grabaron los más viejos símbolos, se suma la de que la ancianidad de esos soportes no tiene por qué coincidir necesariamente con la fecha en que se trabajó sobre ellos. Yo puedo coger una teja de hace tres mil años y grabar algo en ella que dentro de trescientos años parecería antiquísimo. Tan viejo como la propia teja. De donde se desprende que, siendo incontestable que el triángulo púbico de la Cueva del Castillo tiene 38.500 años (en razón a que ha aparecido en un nivel del registro exhaustivamente contrastado), esa edad debe ser considerada como la mínima posible.

 

A pesar de que resulta bastante obvio que la de la escritura es una práctica que los seres humanos realizamos con el concurso exclusivo de nuestras manos, nadie ha caído en la cuenta hasta aquí de la obvia e indiscutible relación existente entre la voz baska esku para denominar a la mano... y la propia palabra escribir... Tampoco se ha comprendido que en la palabra escribir se encuentra, intacta, la raíz del nombre de Iberia... ¿Se debe todo esto a la casualidad?

 

Para que quede meridianamente claro que la casualidad no ha intervenido para nada en todas estas cuestiones y que la escritura nació en tierras de Iberia, voy a empezar por desvelar uno de los mayores enigmas que nos plantea nuestro pasado: el porqué de la presencia de tantas manos, fielmente reproducidas en los muros de todos nuestros Santuarios rupestres y a las que la Arqueología ha valorado, hasta hoy, como una expresión del pueril primitivismo de sus autores. Porque si les concediésemos más importancia a los autores antiguos y dejásemos de ignorarlos sistemáticamente (como de hecho hace el común de los arqueo-antropólogos), haría ya varios siglos que nos habríamos enterado de cosas como ésta que documentan los viejos chronistas ibéricos: en la escritura etíope el dibujo de una mano extendida significaba libertad...

 

Tengo probado hasta la saciedad que Iberia y Etiopía fueron sinónimos en la Antigüedad, que el país al que hoy se denomina Etiopía jamás fue conocido con este nombre (antes de los Griegos) sino con el de Abisinia y, en fin, que la verdadera Ethiopía a la que se refieren los historiadores antiguos fue el País del Ocaso... en el que el Sol se oculta todas las noches. Y de esto no puede cabernos la menor duda, cuando resulta que la palabra castellana esconder (referida al Ocaso) es hermana de la baska ezkutu -que tiene exactamente el mismo significado- y de la griega skaios que abunda en ese mismo concepto; o cuando vemos que esas dos alusiones obvias al País del Ocaso del Norte de España, se ven refrendadas por el hecho de que los primeros Eskitas o Escitas fueran aquellos que habitaban a orillas del Oceáno Kántabro. Puesto que ellos fueron, en definitiva, quienes dieron sus nombres a Euskadi, a Huesca y a las dos Sierras del Eskudo que encontramos en tierras de Cantabria; así como al Promontorio Escítico que todos los mapas antiguos documentan a orillas del propio mar Cantábrico.

 

¿Qué tiene que ver todo esto con las manos pintadas en nuestras cuevas? En seguida vamos a descubrirlo.

 

Los antiguos Etíopes Eskalantes = Eskeletas = Eskitas = Euskaros utilizaron la palabra baska esku -derivada de su nombre- para denominar a las manos... y a la libertad. Nada menos. Y de ahí, obviamente, el hecho de que la pintura de la mano extendida fuera sinónimo de libertad. O el hecho de que de esa misma voz baska esku se haya derivado el término escritura, así como el nombre de los punzones o eskilinbas que se utilizaban para escribir. Luego las manos pintadas en nuestras cuevas, más que manifestaciones artísticas, son escritura químicamente pura y vienen a ser algo así como fotocopias del carnet de identidad del pueblo que las representó. Porque con la plasmación de esas manos -esku, en euskera- estaban proclamando su orgullo de pertenecer al pueblo más libre que jamás haya existido, así como al más antiguo de la Tierra. Pues éste ha sido siempre el título ostentado por la nación Eskita cuyo nombre, como vemos, es homónimo de las palabras baskas esku (mano), esku (libertad) y eskilinba (punzón para escribir).

 

Una de las pruebas irrefragables que refrendan la maternidad galoibérica sobre el habla y la escritura, nos la aportan precisamente los propios nombres con los que a ambas se designa. Al habla me referiré en otra ocasión y respecto a la escritura, nítido e incontrovertible resulta el esquema que ya he reproducido en varios de mis libros y que vuelvo a reflejar a continuación. Nadie osaría poner en duda que fueron los Eskálibes = Eskalantes = Eskitas = Euskaros = Eskotos (éstos últimos son mencionados por las fuentes británicas como oriundos del Norte de España y como colonizadores de Irlanda y Escocia), quienes acuñaron todos estos conceptos y significados, emparentados entre sí, que reproduzco a continuación. Y con el fin de unificar la ortografía y evitar tener que utilizar tres letras distintas para expresar un mismo sonido, recurro a la k como madre que fue de la c y de la q:

 

eskalepa   >    eskolio,  escrito    (romance = castellano)

                    >    eskolops,  cruz con inscripciones  (griego)

                    >    eskalepa,  menhir con inscripciones   (ibérico)

eskulpir           (romance)

eskribir            (romance)

eskema             (romance)

eskarpia  /  eskoplo,   herramientas para esculpir   (romance)

eskarbar   >    exkavar    >    kavar   (romance)

esklabar   >    klabar        (romance)

eskytalo          cilindros escritos    (griego)

eskudo, utensilio defensivo grabado con símbolos e inscripciones  (romance)

 

Como hemos visto, el asunto es tan aplastante que no admite controversia posible. Bien, pues no menos contundente resulta lo sucedido con la palabra grabado, término cuyas dos versiones más antiguas aparecen justamente en la lengua castellana: garabato y galimatías. Con la particularidad añadida de que estas dos palabras castellanas resultan hallarse emparentadas con todas aquellas que acabo de enumerar. Y es que los Eskálibes o Cálibes respondieron también a los gentilicios de Caribes, Carabantes o Garabantes. Lo que viene a refrendar el rigor y la ancianidad de la tradición que -a tenor de lo que se deduce de todas estas palabras- atribuía a estos pueblos cantábricos la invención de la escritura. Júzguese, si no, a partir de todas estos términos, estrechamente vinculados entre sí:

 

gallanbaza

        |

galimatías                                           (romance = castellano)

garrapato,  letras o signos torpes     (idem)

garabato,   rasgos mal trazados       (idem)

grabado                                              (idem)

grafos  >  gráficos                            (griego)

gramatos   >   gramática               (griego)

        |

calabaza = calavera    >    caletre, inteligencia   (romance)

calimbo,   marca                                                         (idem)

columba  =  columna, utilizadas antaño para realizar inscripciones

cálamo,  pluma de ave para escribir

calabo  >  clavo,  punta incisiva para grabar

cárabe,  ámbar; material apreciadísimo para modelar figuras o efectuar

                 inscripciones de carácter sagrado

cara(b)íta,  intérprete estricto de las Escrituras

                   

Aparecen en este esquema, como vemos, por una parte ciertas palabras directamente relacionadas con la escritura y, por otra, varias más que designan a antiguos soportes, objetos o materiales sobre los que se realizaban inscripciones o escritos. Tal es el caso de las columnas, cuyos fustes servían para reproducir gestas y anales históricos (recordemos la Columna de Trajano; curiosamente, un español). O el de las calaveras, preciadísimas en la Prehistoria en su calidad de trofeo y que fueron habitualmente utilizadas como cálices o copas para las ceremonias. Y es fácil deducir que si en una época posterior la superficie de los cálices solía decorarse profusamente con toda suerte de grabados y dibujos, fuese esta costumbre una mera prolongación de otra mucho más remota en la que eran los cráneos o calaveras de los antepasados o de los enemigos vencidos en combate, los que fueran objeto de inscripciones y de decoraciones similares. De diseños que, muy posiblemente, se realizarían con tintas o incluso con sangre, utilizando como instrumento plumas de ave o... cálamos.

 

El esquema que acabo de reproducir se me antoja, como mínimo, impresionante. Por lo que expresa y también por lo que entraña, evidenciando hasta qué punto es extraordinariamente antigua la lengua castellana. Porque aunque aceptásemos que gramatos fuera una voz griega que no tenía su paralelo en el habla ibérica (supuesto que tengo por disparatado), siempre estará ahí la palabra garabato, morfológicamente más antigua que gramatos, para probar y documentar el sustrato ibérico de la lengua griega, así como la mayor ancianidad de la lengua ibérica de la que es hija el castellano.

 

Pero si impresionante es cuanto antecede, no lo es menos el hecho de que al calor de esa misma raíz y en el seno de esa misma prolífica familia de términos del lenguaje, se integren todas estas voces que voy a enumerar a continuación y a las que vincula su relación con cualquier tipo de instrumento cuyo carácter punzante o incisivo le hace útil para sujetar o para agarrar objetos. Así pues y siempre a partir de la misma radical de la que partíamos en el esquema precedente, vamos a descubrir esta fascinante parentela de palabras montañesas o protocastellanas:

 

garabasta,       arista de los cereales

garabeta,         taco de madera rematado con alfileres

garabitu,         objeto o miembro erecto

garfañar,         dar zarpazos

garfallar,         coger de un zarpazo

garfaña,           zarpa

garfio,               utensilio punzante

garruñar,        arañar

garrapilla,      coger algo disputándolo

gurrufalla,      gente rahez

gurrir,              soltar el ancla

garranga,       anzuelo

garra,               que posee uñas agudas

garrabera,      zarzamora con pinchos

garrancha,      especie de garfio o gancho

garrancho,      punta aguda de un tronco o rama

garrocha,         vara con un arpón

garrote,             palo grueso rematado con un clavo

garrochón,       rejón

garrón,              espolón de un ave

 

Así se ha formado el lenguaje humano y no, como se piensa, a partir de los préstamos de palabras entre unas lenguas y otras. O, mucho menos aún, de ficticias colonizaciones idiomáticas como la supuestamente protagonizada por la lengua latina.

 

Con la inclusión de este apartado sobre el origen de las palabras escrito y grabado, he querido demostrar que la prueba más incontrovertible de que la escritura nació en el litoral cantábrico, nos la proporciona el hecho de que dichas palabras tengan su origen en él. Y si, además, resulta ser la propia Cantabria la región en la que descubrimos las primeras manifestaciones de escritura, decenas de miles de años más antiguas que las encontradas allende, entiendo que a partir de dos pruebas tan colosales, no nos queda otra alternativa que la de rendirnos definitivamente a la evidencia de que la escritura y, con él, el lenguaje, tuvieron su cuna a orillas del Cantábrico. Como vulgarmente se dice, el asunto no tiene vuelta de hoja. Porque la prueba más demoledora de que lenguaje y escritura nacieron en el Norte de España, aun siéndolo enorme, no lo es el hecho de que sea en esta región en la que aparecen las primeras manifestaciones escritas. La verdadera prueba del nueve de que esas dos cruciales innovaciones humanas fueron gestadas por los remotos pobladores del litoral Cantábrico, nos la ofrece el hecho de que los términos para designar a esos dos prodigiosos avances de la Humanidad, nacieran también en ese mismo contexto geográfico del Norte de la Península Ibérica.

 

 

 

 

Los verdaderos padres de Europa          Inicio

 

 

He escrito en numerosas ocasiones y vuelvo a hacerlo una vez más, que el único historiador pretérito que estuvo a punto de identificar la verdadera cuna de la Humanidad inteligente, fue el francés Moreau de Jonnés. Él fue el primero y el único -antes de que yo lo hiciera un siglo más tarde- en haber comprendido con nitidez que la cuna de nuestra especie se hallaba en el antiguo Extremo Occidental del mundo conocido. Sin embargo, era tal el peso que el dogma escita conservaba todavía en su época que, incapaz de aceptar que pudiera haber existido una nación escita más antigua que la eslava, el clarividentísimo Moreau se obstinó en demostrar que el final de la Tierra había sido uno de los apéndices orientales del Mar Negro. Acertó en lo más difícil y erró en lo más sencillo, por eso rindo y rendiré siempre homenaje a la memoria de este brillantísimo investigador francés que, de haberse rendido a la evidencia de que el único Extremo de la Tierra conocido como tal en la Antigüedad fue el ibérico que él tenía tan próximo, habría sido, sin la menor duda, el descubridor de los orígenes de la Humanidad racional.

 

Moreau de Jonnés puso su sustantivo grano de arena al edificio de la recuperación de la memoria perdida de la Humanidad, del mismo modo que otros sabios europeos contribuyeron a ese mismo empeño, con facultades y aportaciones muy distintas pero cuyo denominador común ha sido siempre el irrenunciable afán por conocer la verdad y el deseo de brindar esa inapreciable contribución al progreso del conocimiento humano. Por todo ello y como quiera que todos esos investigadores han compartido un ideal común que sólo admiración merece, quiero aprovechar estas páginas para rendir mi enésimo homenaje a todos ellos y para darles a conocer a quienes, por no haber tenido acceso a mi obra hasta la fecha, no tienen noticia alguna de su existencia. He aquí los nombres de los más importantes:

 

Juan Parellada de Cardellac, Juan Fernández Amador de los Ríos, José Pellicer de Ossau, Oscar Vladislav de Lubish Milosz, Waldemar Fenn, D´Iharce de Bidassouet, D´Arbois de Jubainville, Louis Charpentier, Juan de Caramuel y Lobkowitz, Padre Francisco Sota, Andrés Giménez Soler, Gregorio López Madera, Fray Gregorio de Argáiz, Fray Juan Annio de Viterbo, Jerónimo Arbolanche, Manuel de Góngora, Imanol Aguirre y Julio Cejador.

 

De la existencia y de la obra de todos estos nombres he ido sabiendo con posterioridad a la concepción de mis tesis y de la publicación de mis primeros libros, habiendo sido mis propios lectores quienes me han facilitado copias de algunos de los suyos. A todo ello me refiero en los párrafos que siguen, en los que dejo constancia de las personas a través de las cuales conocí a todos esos autores y, en los casos en que lo recuerdo, de las fechas en que me entregaron las fotocopias de sus libros:

 

Juan Parellada de Cardellac: mi octava hija, Olibia, adquirió el único título que conozco de este autor -La lumière, vint-elle d´Occident?- en una librería de Salamanca en la que, en aquel momento, se vendía mi libro Tartesos, versus Ebro. Hacia el año 1998.

 

Juan Fernández Amador de los Ríos: en el curso de un ciclo de conferencias organizado por mí en Zaragoza -El río Ebro y los orígenes de Iberia- un amante de nuestra historia que asistió a todas las conferencias, Agustín Serrate, se acercó a mí al finalizar una de ellas y me mostró un opúsculo de este autor del que más tarde me facilitó fotocopia. Fernández Amador de los Ríos fue un ilustre catedrático aragonés, miembro además de la Real Academia de la Historia. La coincidencia de sus tesis con las mías, en lo que se refiere a la primogenitura histórica de la Península Ibérica, eran flagrantes. Corría el año 1991. Mucho más tarde -año 2000- el que fuera mi colaborador, Jorge Díaz, descubriría otras obras fundamentales de este autor en la Biblioteca Nacional, facilitándome copia de una de ella.

 

Oscar Vladislav de Lubish Milosz y Waldemar Fenn: en el curso de ese mismo ciclo de conferencias, uno de los escritores a los que invité a participar en el mismo, Luis Racionero, me mostró sendos libros descubiertos por él y que me permitió fotocopiar. A Waldemar Fenn acabo de referirme hace un momento y en cuanto al lituano Milosz, escribió un opúsculo clarividente titulado: Les origines ibériques du peuple juif.

 

José Pellicer i Ossau: supe de la existencia de este antiguo cronista regio, que como muchos otros pero con mayor fundamento y mejores argumentos defendió la localización de la Atlántida en España, en la investigación historiográfica que llevé a cabo en la Biblioteca Nacional de Madrid, aproximadamente entre los años 1985 y 1989.

 

D´Iharce de Bidassouet: abate francés al que descubrí también en la Biblioteca Nacional. El título de su obra, publicada en París creo recordar que en el año 1825, me hizo dar saltos de alegría: Histoire des Cantabres ou des premiers colons de toute l´Europe. Aunque el título tiene una coletilla que viene a decir más o menos, traducido en castellano: o de los Bascos, sus descendientes directos que todavía existen. En este curioso libro puede leerse un párrafo inapreciable en el que se afirma que algunos historiadores coetáneos de D´Iharce sostenían que todos los dioses y mitos de Griegos, Egipcios, Fenicios y Romanos procedían de Cantabria.

 

D´Arbois de Jubainville y Louis Charpentier: ambos llegaron a mi conocimiento a través de José Mª de Areilza. Hacia el año 1988. La obra del primero, Les premiers habitants de l´Europa, la había heredado Areilza de la biblioteca de su padre. D´Arbois llevó a cabo una ímproba labor de recopilación de textos históricos griegos, en la que hemos bebido innumerables investigadores europeos. Sólo por el rigor y el acierto con que se consagró a esa difícil tarea de rescatar del olvido multitud de testimonios históricos que permiten reconstruir la Protohistoria europea y probar la primogenitura de Iberia, merece este historiador francés el reconocimiento y el homenaje de todos los Europeos. De nada de todo esto ha gozado, sin embargo, y éste es el momento en que ni los propios Franceses se acuerdan de su existencia. Lo que no es el caso de Louis Charpentier científico francés harto más moderno y conocido que el anterior. Tras estudiar al pueblo basko desde prismas muy distintos, Charpentier llega a la lúcida conclusión de que se trata de uno de los más antiguos de Europa.

 

Juan de Caramuel y Lobkowitz: en un libro de este autor, que descubrí también en la Biblioteca Nacional, se decía textualmente que el Paraíso Terrenal había estado situado en España, en Castilla. Aunque el maestro Caramuel se lo lleva nada menos que a una población andaluza: Ademuz. Caramuel anuncia en este libro que ha escrito o va a escribir otro dedicado exclusivamente a este asunto, intitulado Babilonia. Jamás he logrado dar con ese, sin duda, interesantísimo libro. Me temo que si llegó a escribirlo, la Inquisición se encargaría de hacerlo desaparecer. Localizar el Paraíso en España, cuando corría el siglo XVII, suponía una herejía en toda regla. Porque, de ser cierta esa tesis, todo el contenido de la Biblia estaría equivocado. Juan de Caramuel era reconocido como uno de los hombres más sabios de la Europa de su tiempo.

 

Padre Francisco Sota: historiador del siglo XVII y autor del libro Chrónica de los Príncipes de Asturias y de Cantabria. Supe de la existencia de este antiguo chronista  en 1986 y a través del alcalde de Potes. Alguien que comprendió que el contenido de esa obra suponía un refrendo monumental para mis tesis, se la prestó para que me la hiciera llegar. Fue el primer libro en el que vi palmariamente corroboradas mis tesis y el que me decidió a iniciar una investigación en profundidad en la Biblioteca Nacional, en busca de obras similares.

 

Andrés Giménez Soler: catedrático e historiador nacido en Zaragoza el año 1869. En su libro La Península Ibérica en la Antigüedad, arremete con enorme dureza contra la tesis de la filiación latina de las lenguas romances y, en particular, del castellano. Todas las razones que aduce coinciden, asombrosamente, con las que yo he venido exponiendo y defendiendo desde el año 1984. Un querido lector, el médico Carlos de Lario, me proporcionó una copia de este libro en el año 2001.

 

Gregorio López Madera: miembro del Consejo de Castilla en el siglo XVI, defendió con ardor y erudición el disparate que supone la afirmación de la latinidad de la lengua castellana. Sólo un tonsurado andaluz de su época arremetió contra él, basándose en la autoridad de todos los Doctores de la Iglesia que, por razones fáciles de entender, asentaron la aberración científica que supone pretender que la lengua latina haya sido madre de lengua alguna. Mi encuentro con este clarividentísimo castellano del siglo XVI se produjo, también, buceando en los ficheros de la Biblioteca Nacional.

 

Fray Gregorio de Argáiz: este clérigo del siglo XVII -de cuya existencia supe merced a mis indagaciones en la Biblioteca Nacional-, tuvo el arrojo de publicar un antiguo Chronicón español, recogido por un monje alemán afincado en Sevilla. Me refiero al denostadísimo Hauberto Hispalense, bestia negra de todos los historiadores españoles de los siglos precedentes, incluido el nada lúcido Julio Caro Baroja que, en los últimos años de su vida, emprendió una desquiciada cruzada contra él. Bueno, en realidad era contra mí, que lo había rescatado del olvido. El Chronicón de Hauberto de Sevilla es un auténtico monumento bibliográfico y si ha sido tan vilipendiado es porque pueden leerse afirmaciones en él -como la de que antes de Moisés ya había Judíos en España- que echaban absolutamente por tierra todo cuanto afirmaban los libros sagrados. Precisamente porque se hacía eco de tradiciones remotísimas que ponían en solfa innumerables verdades sagradas, el Chronicón del Hispalense ha sido víctima, durante siglos, de la mayor persecución sufrida nunca por libro alguno. Por lo menos en España. Y sin embargo, ahora se confirma que todo cuanto se recoge en esa obra era rigurosamente auténtico, con independencia de que, en su mayor parte, sea mitología químicamente pura.

 

Fray Juan Annio de Viterbo: no he sido muy exacto al señalar a Hauberto de Sevilla como la bestia negra de todos los historiadores españoles de los siglos precedentes. Porque tantos o más denuestos que este monje alemán (o quien tras su identidad se escondiera...) ha recibido en Europa este otro monje italiano, autor de una Chrónica de los orígenes de la Humanidad a la que distinguiera con el nombre de un supuesto sacerdote caldeo, Beroso de Babilonia, que tengo fundadísimas razones para afirmar que no ha existido jamás. Al igual que Hauberto, fray Juan Annio se limitó a dar a la luz todo un cúmulo de noticias histórico-mitológicas que, transmitidas de generación en generación, debieron llegar a sus manos en un viejo manuscrito similar a los utilizados por el monje alemán, por el Maestro Caramuel, por el Padre Sota, muy posiblemente por Pellicer i Ossau y, sin la más leve sombra de duda, por el poeta al que voy a referirme a continuación. Descubrí a Annio en la Biblioteca Nacional en los años en que era más intensa mi relación con José María de Areilza y fue tanto lo que al Conde de Motrico le impresionaron las noticias históricas transmitidas por el monje italiano, que no paró hasta conseguir un ejemplar de su obra, del que -como acostumbraba a hacer- me facilitó la correspondiente fotocopia. Recuerdo bien los comentarios de Areilza, indignado como yo ante el hecho de que los críticos tildasen de falsario a un monje como el de Viterbo que nada menos que dedicó su obra a los Reyes Católicos. ¿En qué cabeza humana cabe que un fraile se inventase una historia de los orígenes de la Humanidad y se la dedicase a los monarcas más poderosos de la Tierra? Monarcas que poseían conocimientos mucho más profundos de lo que imaginamos, sobre todo de cuestiones relacionadas con los orígenes -más mitológicos que históricos- de España y de Europa. Ellos y sus propios consejeros y maestros. Por eso resulta pueril pensar que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón iban a ser tan beocios como para aceptar como auténtica una obra apócrifa que versaba sobre asuntos que les eran enormemente familiares. Y mucha mayor estulticia cabría atribuir al propio monje italiano en el supuesto de que hubiese inventado su Chrónica, puesto que sabedor de los conocimientos de los destinatarios de su obra, no podía ignorar que su fraude iba a ser inevitablemente descubierto, con las funestas consecuencias que para él se habrían derivado de ello. José María de Areilza y yo compartíamos este mismo criterio y nos asombrábamos de la ausencia total de sentido común de la que hacen gala la mayoría de quienes se postulan como historiadores. Con independencia de que basta tener unos mínimos conocimientos de Mitología para constatar y corroborar la autenticidad de la totalidad de la obra del italiano Annio de Viterbo, sin la menor duda el chronista más vilipendiado de todos los tiempos.

 

Jerónimo Arbolanche: jovencísimo y brillante poeta de La Ribera nabarra que, allá por el año 1566, dio a la luz en su Tudela natal un libro de un valor incalculable: el Poema de las Habidas. Basándose en tradiciones históricas del Norte de España que, lamentablemente, o no han llegado hasta nosotros o permanecen olvidadas en cualquer biblioteca, el bisoño Arbolanche compuso un extenso poema en el que se limitó a transcribir multitud de datos respecto a la antigua Tartesia ibérica. La misma a la que los Griegos mediterráneos bautizaron como Tartessos, localizándola, disparatadamente, en la actual Andalucía. Sin embargo, del contenido de la obra de este poeta tudelano se desprende, incontrovertible, la evidencia de que Tartesia había estado situada en la región de las fuentes del río Hebro...0 Tartasia. Río a cuyas orillas escribió su obra Arbolanche. Se da la circunstancia de que mi adquisición por correo de una edición facsimilar del Poema de Las Habidas se produjo pocos meses después de haber publicado mi libro Tartesos versus Hebro en el que, justamente, defiendo con multitud de argumentos científicos que Tartasia fue uno de los nombres de la antigua Kantabria, identificada en la Antigüedad como el final del mundo conocido. Aunque el libro de Arbolanche que venía a refrendar todas mis tesis tartésicas, no es el único a través del cual se han filtrado noticias sobre la primera civilización de la Humanidad: la historia de El Caballero Cifar, considerada como la primera novela en castellano, se desarrolla también en el reino de Tartesia.

 

Manuel de Góngora: supe de la existencia de este polígrafo andaluz que se postula como el primero en haber estudiado la más remota escritura de la Península Ibérica, a través de mi lectora belga Dominique Rousseau, viajera y gran conocedora y amante de las cosas de España. Descubrió este libro en un viaje por Andalucía, por los años del cambio de milenio.

 

Moreau de Jonnés: por último, supe de la existencia de este erudito francés en una librería de Madrid más o menos especializada en libros esotéricos y extraños. Cosa curiosa, porque su libro Los tiempos mitológicos no tiene absolutamente nada ni de lo uno ni de lo otro. Compré este libro en los años en que viajaba con frecuencia a Madrid, desde Valladolid, con el fin de entrevistarme con José María de Areilza y de frecuentar la Biblioteca Nacional en busca de obras antiguas que versasen sobre los orígenes de la civilización.

 

Uno de mis mayores orgullos como investigador de la génesis de nuestra especie, habrá sido el de lograr reunir y rescatar del olvido a toda esa relativamente extensa relación de sabios europeos que -en el decurso de los últimos cinco siglos y a pesar de sufrir todos los condicionantes que sobre el ejercicio intelectual libre e independiente imponía su difícil época- tuvieron la lucidez y el valor de defender tesis históricas que contradecían profundamente los conocimientos y, lo que es peor, los dogmas por entonces consagrados. Nunca hasta ahora se había sabido de la existencia de esta auténtica Escuela de Historiadores europeos. Sólo se sabía de la existencia de algunos de esos nombres y, en cualquier caso, jamás se había ni siquiera intuido que pudieran haber sido tantos ni, muchísimo menos, que fueran tan estrechos los lazos que existían entre todos ellos.

 

Todos esos investigadores que he enumerado -y algunos otros que sin duda ha habido y de los que aún no tengo conocimiento- configuran la más importante corriente intelectual que jamás haya existido. Y su valor y mérito es tanto mayor cuanto que los descubrimientos genéticos que ahora empiezan a prodigarse, han confirmado el extraordinario acierto de todos esos Europeos a los que algún día la Humanidad -o, por lo menos, Europa- rehabilitará y rendirá el homenaje que merecen... y que hoy reciben en su lugar multitud de individuos mediocres que no le han aportado absolutamente nada ni a la civilización europea ni al mundo.

 

La conclusión que se desprende de este extenso comentario que, plenamente consciente de su importancia, he querido dedicar a los precursores de algunas de mis tesis históricas y filológicas, es la de que, aunque enterrada por el tiempo, por la amnesia humana y por los intereses de las naciones triunfadoras que han escrito la Historia a su capricho y conveniencia, la verdad histórica sobrevive a despecho del tiempo en una suerte de estado vegetativo que se parece mucho al que conocen aquellas semillas que eclosionan después de permanecer enterradas durante años, en espera de recibir la humedad que las fecunde. Algo semejante ocurre con la verdad histórica que, aunque enterrada, olvidada y, por ende, inadvertida para el conjunto de los seres humanos, es intuida en mayor o menor grado por un insignificante número de individuos de cada generación, dotados de la percepción y de la intuición necesarias y a los que el conjunto de la sociedad acostumbra a etiquetar como visionarios. Lejos de ser tales, lo que caracteriza a estas personas es el hecho de poseer la capacidad intelectual necesaria para ver más allá de lo que los intereses mezquinos de algunos, la fuerza de gravedad de la ignorancia y la erosión del tiempo se empeñan en que veamos. Y que hay algo de genético en todo este asunto, lo confirmaría el hecho de que nadie que no sea europeo ha sido capaz de vislumbrar absolutamente nada de cuanto atañe a los orígenes del ser humano y de la civilización, orígenes que -como al fin se está probando- se desarrollaron en el extremo sudoccidental del continente europeo. Es decir, justamente en ese ámbito de Europa del que somos hijos la mayor parte de los investigadores que hemos rescatado del olvido la historia perdida de nuestra especie.